«Piero caminaba entre las tiendas del Mercado Viejo. Cualquier otro día habría disfrutado de la manta fresca que lo envolvió al acercarse a los puestos de jabones. Fragancias que recordaban a la infancia, a los olivos umbros o los campos de trigo del sur. Al pasar junto a los olores fuertes de las lejías jabonosas para lavar la ropa habría mirado de reojo, y sonreído ante los ramilletes de lavanda colgados por doquier.»
[...]
«Piero se levantó con esfuerzo y esperó. El tendero asintió y le hizo un gesto con la mano hacia la calle por donde estaba el carro. El niño avanzó despacio. Aún le quedaba una caminata hasta llegar a casa. Recorrió las calles despacio, la mayoría solo iluminadas por el resplandor de la luna y un ocasional candil en algunas esquinas. Cuando por fin llegó a casa, pasó junto a su padre, que se había quedado dormido encima de la mesa mientras lo esperaba. Le hizo una caricia y lo besó en la mejilla. Lo tapó con una manta vieja que tenían en la panadería y siguió hacia su cuarto. Se descalzó y se tumbó en la cama. Justo antes dormirse recordó el nombre del héroe. Se llamaba Sísifo. Cerró los ojos y la oscuridad lo abrazó.
Aquella noche no tenía fuerzas ni para soñar.»
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