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viernes, 17 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados VI - El broche

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


Ya habían pasado varios días desde nuestro encuentro y, aun así, no era capaz de olvidarla. Los ojos verdes se aparecían ante mí una y otra vez, como si quisieran decirme algo. Yo intentaba apartarla de mi mente, pero no había manera.

Subí las escaleras hasta mi casa, si es que se podía considerar algo así. Vivía en la parte superior de un cine, un desván del que nadie conocía su existencia. Me acerqué a la única ventana que iluminaba toda la estancia y, como si fuera un acto reflejo, levanté la mano sujetando el broche con los dedos. Los rayos del sol atravesaron el valioso pedrusco y, de repente, el broche se elevó por sí solo y unos colores mucho más brillantes que los del arcoíris aparecieron en el techo.

—¿Qué es todo esto? —pregunté, incrédula—. Este no es un broche normal, no puede serlo… Tal vez si se lo llevo a Mercator pueda decirme algo más. Al fin y al cabo, muchas rarezas han pasado por sus manos…

Alargué el brazo para llegar al broche y, al tocarlo, dejó de flotar y los colores se desvanecieron. Sin embargo, la piedra estaba caliente y ahora se podían apreciar unas muescas que antes no tenía.

«Nah, seguro que me lo estoy imaginando y ya las tenía de antes», pensé mientras me guardaba el broche en el bolsillo del pantalón. Me puse mi peluca de siempre para que nadie conociera el color real de mi pelo, allí todos tenían envidia de todo y si descubrieran que tenía el pelo naranja acabarían conmigo en menos de lo que canta un gallo. Al fin y al cabo, pertenecer a una familia de brujas nunca había estado bien visto. Y mucho menos teniendo en cuenta quiénes fueron mis madres.

Aparté cualquier recuerdo de tiempos pasados y caminé por las calles, mirando a mi alrededor. Por desgracia, en aquel distrito nunca podían saber cuándo encontrarías tu muerte y, por eso mismo, llevé mis manos a las caderas. Me cercioré una vez más de que las dagas están en su sitio, listas para —¡Buenos días, Pajarillo! ¿Qué te trae por aquí?

Si supiera el verdadero motivo por el que me conoce por ese mote, dejaría de llamarme así. Pero bueno, un simple mortal jamás podría darse cuenta de que mi estirpe de brujas proviene de los antiguos alados. 

—Tengo una pregunta que no deja de rondarme la cabeza, y he pensado que tal vez tú supieras respondérmela…

Saqué el broche con cuidado y, cuando vi que Mercator extendía su mano, a la que le faltan dos dedos, agarré más el objeto en vez de soltarlo.

—¿Qué te ha pasado?

—Oh, nada, nada. El otro día, al limpiar una baratija se me enganchó el dedo y tuve que arrancar por lo sano… —relató Mercator mientras se acercaba más a mí—. SIn embargo, ese broche me interesa… ¿Me dejas verlo de cerca?

Negué con la cabeza y decidí irme. Escuché cómo Mercator me gritaba algo, pero mi mente ya estba demasiado lejos como para entender sus palabras. Estaba claro que le había pasado algo y, si no quería contármelo, era porque le convenía no hacerlo. Además, su interés en el broche era demasiado repentino.

Volví de camino a casa, con más preguntas con las que salí y con una extraña sensación en el cuerpo. Algo malo estaba pasando, pero no era capaz de adivinar el qué. Subí las escaleras exteriores de emergencia del cine. Sin embargo, en cuanto vi que la puerta de mi casa estaba entornada, me quedé paralizada. Podía ser Mercator para intimidarme y así conseguir la gema, pero no tenía sentido porque podría haberlo hecho en su propia tienda. Solo quedaban dos alternativas: o alguien había descubierto que era una bruja, o la chica a la que le robé el broche me había encontrado.



Este fragmento está escrito por Teresa Plaza García, miembro de #LasTruculentas.

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