(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)
La chica se deslizó por una cuerda que había dejado preparada en caso de tener que realizar una salida rápida. Era la más importante de las reglas que seguía para asegurar su supervivencia en aquel mundo: espera lo mejor, pero prepárate para lo peor. Tenía otras dos salidas diferentes listas para ser usadas, pero el balcón era la más cercana en aquel momento.
En cuanto llegó al suelo se deshizo del vestido. Debajo llevaba ropa una deportiva oscura, sin distintivos. Al girar la esquina arrojó a una papelera la peluca negra y su media melena pelirroja afloró libre, revuelta por la brisa nocturna. Se puso un gorro y empezó a trotar, como tantos otros que corrían por aquella zona de la ciudad.
Mientras se alejaba del palacete, recordó a la mujer que la había descubierto. Era diferente del resto, se había dado cuenta mucho antes de que se cruzaran sus ojos. Miraba con desaprobación los excesos de la gente que la rodeaba, con asco. Si la noche hubiera sido más larga, probablemente habría acabado bailando con ella también.
¿Por qué no la había denunciado? El robo en una fiesta de los Primados era una condena a muerte segura y el encubrimiento tenía la misma pena. Había arriesgado su vida por ella, una ladrona. ¡Y le había hecho devolver el reloj de su hermano!
Se dirigió hacia Exclusión, el distrito donde podría llevar a cabo sus negocios con cierta tranquilidad. Allí podías acabar con una daga en la espalda o el cuello abierto de lado a lado, pero al menos nadie pretendía ser mejor que tú. No era un gran consuelo.
En cuanto llegó a la tienda de telas echó un vistazo alrededor. No había nadie. La noche era peligrosa en aquella zona y allí nadie necesitaba correr para perder peso. Apartó el tercer rollo de tela y se coló en un instante por la entrada a la parte de atrás del negocio. La venta de tejidos era bastante lucrativa por sí misma, pero la compraventa de artículos de origen desconocido lo era aún más, y mucho más divertida, como solía decirle Mercator. Aquel día tenía prisa, así que dejó la bolsa con la mercancía en una esquina y puso al lado una pluma azul, de un martín pescador, para que supiera que lo había dejado ella. Por la mañana harían cuentas.
Se deslizó por una trampilla oculta tras los troncos de la chimenea, hacia la extensa red de túneles que recorría todo el subsuelo de Exclusión. Todos conocían su existencia, pero pocos se atrevían a usarla. Se dirigió hacia el extremo sur, para salir por la Taberna de Silas, el usurero.
—Vaya, vaya. ¡Mira lo que tenemos aquí! Una señorita paseando sola por estos oscuros parajes… ¿Sabe que estos caminos están llenos de peligro? —dijo una voz detrás de ella. Oyó el roce de unas telas al moverse en la oscuridad.
—No tengo tiempo para jugar con vosotros. Voy con prisa. Otro día —dijo ella. Quería ser razonable, no había sido una mala noche.
—Cariño, creo que esto no es negociable —repitió la misma voz. En el tono se adivinaba una mueca divertida. Se oían tres respiraciones y de pronto una cuarta se junto a ellos, acelerada.
—Veo que tendré que ocuparme de vosotros. Si alguno sobrevive, decid que Lady Alción os dio la oportunidad de alejaros enteros y la rechazasteis.
—¿Lady Alción? ¿Estáis locos? Yo - yo no quiero tener nada que ver. ¡Dejadla pasar, por la Ira! —La respiración acelerada ahora imploraba a sus compañeros.
—Me da igual quién seas. Esa noche vas a sentir mi acero, ¡en el cuello o entre las piernas! —chilló la primera voz. Se lanzó hacia ella pero no llegó a dar más de dos pasos. Cayó al suelo con un estilete profundamente clavado en su garganta.
Otro se acercó por un lado. Lady Alción desenvainó las dagas que llevaba ocultas en las piernas. Detuvo un torpe ataque por la derecha, se agachó y rajó las tripas del atacante de un solo tajo. En el silencio de la oscuridad se oyó el ruido de las tripas al caer de golpe al suelo, un sonido húmedo, acompañado del golpe seco del cuerpo sin vida. El tercero atacó con un hacha en cada mano. Ella detuvo a la velocidad del rayo los primeros golpes y una de las armas salió volando. Le pateó en el pecho con fuerza y, mientras retrocedía, la mujer guardó una de las dagas, cogió al vuelo el arma, giró sobre sí misma para coger impulso y la lanzó con puntería letal. La cabeza cercenada rodó por el empedrado varios metros.
Ella se incorporó despacio mientras miraba hacia el que no había querido entrar en combate.
—Vete. Estás de suerte, hoy tengo prisa.
Antes de terminar la frase, el hombre había desaparecido.
Unos minutos después entraba en su habitación, por fin. Se desnudó para darse una ducha y recordó los ojos verdes que la habían mirado a través de la sala. ¿Quién sería?
Mientras se duchaba, la luz de la vela hacía brillar el diamante encajado en el broche que había birlado a esa mujer cuando se acercó a sacar el reloj de su bolsillo.
Este fragmento está escrito por Mario Durán, compañero de #LasTruculentas.
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