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miércoles, 15 de junio de 2022

Las Truculentas - El resurgir de los alados V - La mano de un mentiroso

Sobre fondo negro, se ve en blanco el perfil de una mujer. Donde estaría su ojo, pone el título: El resurgir de los alados, y junto al título una daga. En la parte inferior izquierda se ve un martín pescador salpicando el agua. Justo debajo de la barbilla del perfil aparece el texto latapadelbaul.es y #LasTruculentas

 

 

(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)


Nunca había estado en aquella parte de la ciudad. Nuestra madre nos contaba que era como un agujero que absorbía todo lo bueno y dulce que existía en las personas, que las flores allí se marchitaban en contacto con el aire. Yo sentía los olores, los paladeaba, y no me gustaban.

Seguí el rastro de la araña y acabé con mis pies en la entrada de una tienda grande de telas con colores variados, pero de tejidos baratos.

El tendero mantenía una conversación en un tono de voz excesivamente alto con una mujer que respondía al nombre de Mara. En cuanto escuché que mencionaban “El baile de los Primados”, agudicé el oído. Estaba seguro de que había acabado en el sitio correcto.

Abrí la puerta consciente de que mi entrada llamaría la atención. Me había aburrido sobremanera de escuchar a la mujer hablando de todos sus familiares y fiestas. Como si esas fiestas tuvieran interés alguno.

Cuando las miradas se posaron en mí, dibujé mi mejor sonrisa, la del chico bueno que a todos les gustaba.

—¡Lord May! —balbuceó la señora mientras se llevaba una mano a la boca con gesto de sorpresa.

—Es un placer que esté en mi tienda —consiguió articular el vendedor. El brillo de sus ojos mostraba alegría por mi llegada, como era de esperar.

—Por favor —dije—. No hace falta que sean tan formales, pueden llamarme Charles —mentí. Adoraba que me trataran con el respeto que me merecía, pero era el bueno de la familia Guardiana y no pensaba salir de ese papel. Al menos, no por el momento.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el hombre.

—Lo cierto es que, Mercator, me gustaría poder hablar con usted a solas sobre unos asuntos de gran importancia. No sé si será un mal momento.

Busqué con la mirada a la araña. Tenía que estar cerca. Luego posé mis ojos en la mujer.

—¿Le importa?

Ella asintió con la cabeza y sonrió. Al pasar a mi lado saqué un par de billetes de los que guardaba en el bolsillo. De los que apenas se veían ya circular por las calles.

—Para que pueda comprarse una gargantilla para la boda de su sobrina Lupe —dije al tiempo que guiñaba un ojo.

Ella agarró el dinero mientras me daba las gracias, se despidió de Mercator y salió feliz por la puerta. No me sorprendía, iba a contar una buena historia, una sobre el amable de Charlie ayudando a los demás. Como siempre hacía él.

Cerré la puerta del establecimiento en cuanto la mujer se marchó y le di la vuelta al cartel.

—Mejor tener intimidad, ¿no? —pregunté—. Como ve, me gusta viajar solo.

—¿Qué desea? —respondió Mercator con otra pregunta. Sus ojos ya no desprendían brillo, debía imaginarse que las cosas no iban a ser tan favorables como había pensasdo en un primer momento.

—Mire, mi hermana ha perdido un broche, uno importante. Ella cree que no pasa nada, que no me entero y que puede solucionar los problemas de la ciudad siendo amable, pero lo cierto es que no. A veces uno tiene que ser duro y mostrarse firme, sobre todo cuando se ríen de él.

—Disculpe, creo que no le entiendo.

—¿Sabe qué? La mano de un mentiroso crece de manera diferente a la de alguien que no miente.

Coloqué mi mano izquierda sobre la mesa y señalé los dedos índice y anular sobre la mesa.

—Estos dos dedos tienen el mismo tamaño —dije con seguridad al mostrárselos—. ¿Cómo son los suyos?

Mercator dudó, y después me miró a los ojos.

—Eso no puede ser.

—¿Está diciendo que miento? Imposible, ya lo ve en mis dedos, tienen la misma longitud. ¿Cómo le voy a mentir, si mi cuerpo dice lo contrario? Vamos, enséñeme la mano.

El hombre colocó su mano derecha sobre la mesa y suspiró al comprobar la longitud de sus dedos.

—Vaya, es usted un mentiroso.

—¡No! Usted ha dicho...

—Da igual lo que yo haya dicho, esa marca que tiene en la mano le delata —le interrumpí—. Es la picadura de una araña de mi madre. —Observé la herida, inconfundible—. Y está preparada para picar a la persona que se busca. Usted tiene el broche, es el ladrón y, como tal, debe ser castigado.

—¡No! —gritó casi con desesperación—. Es cierto que tengo joyas que no son mías, pero no el broche del que me habláis. —Sacó con torpeza una bolsa de tela y la colocó sobre el mostrador. Dentro había anillos, pulseras y relojes que recordaba de la fiesta, pero ni rastro del broche.

En realidad, me daba igual lo que le pasara a mi hermana. ¿No era Marian la heredera? Pues que se ocupara ella misma de sus problemas. Odié cómo mi hermana me había devuelto el reloj con tanta condescendencia. La quería, pero era imposible tratar con ella cuando defendía justicias imposibles y, que le hubieran robado el broche, me daba la razón.

—No quiero las joyas, quiero que me diga el nombre de la mujer que se las proporciona. —Mujer como la que había visto junto a mi hermana la noche de la fiesta y que aparenté no ver, al igual que hizo Marian.

—No sé quién me lo da, me lo dejan en la tienda junto con una pluma como esta —explicó nervioso mientras me la mostraba. Era azulada, pero con un tono tan ambiguo que podía ser iridiscente—. Yo no sabía que las joyas les pertenecían. El negocio no funciona todo lo bien que me gustaría y me aproveché de ello, pero le juro que no volveré a hacerlo. No diga nada, por favor.

Le miré apenado. Todo el mundo acaba suplicando, es algo que se repite en mi vida.

—Mire, le prometo que no voy a decir nada, pero esa araña es un peligro para la salud de las personas y puede llegar a matar si no se trata a tiempo. —Mostré un rostro preocupado mientras sostuve su mano derecha entre las mías—. La única manera de eliminar el veneno de la araña es cortar estas dos falanges —señalé en el dedo anular dónde debía de hacerse el corte—. Lo siento muchísimo, va a tener que hacer algo y deprisa.

Me fui dejándole con la duda en la cabeza. Supe que me había hecho caso cuando oí sus gritos de dolor al marcharme. ¿No me había dicho él que un mentiroso tenía los dedos de tamaños diferentes? Pues ahora recordaría que yo tenía razón.

«Mentir a un mentiroso no está mal», dije para mí mismo mientras me agachaba a recoger a la araña, que se había quedado atrapada entre las hierbas de un pequeño jardín. Debía de modificar al bicho antes de que le diera la información a mi hermana.

Tenía que encontrar a la dueña de esa pluma. Lo hacía por mi hermanita.


Este fragmento está escrito por Sheila Moreno Gruiñón, miembro de #LasTruculentas.


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