(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)
Se movía con agilidad por la pista, cambiando de pareja al son de la música. Aquella canción tenía un ritmo tan alegre y pegadizo que invitaba hasta a los mayores aristócratas a acercarse a la pista y bailar con aquellos de menor clase social.
Debido a las costumbres, la coreografía no permitía a los bailarines más que un mínimo contacto entre ellos: un ligero roce de manos o el amago de agarrarse por la cintura. Sin embargo, esto no era un impedimento para que la joven llevara a cabo su cometido.
Había conseguido mimetizarse a la perfección, a pesar de que sus ropajes fueran más sencillos que los del resto de las invitadas. No llevaba más que un vestido verde kaki sin apenas adornos y su larga melena negra recogida en una trenza pegada, decorada con una fina diadema de color bronce. No llamaba la atención y sabía que, al día siguiente, nadie se acordaría de ella.
Nadie, excepto yo.
En cuanto la vi, supe que se había colado en la fiesta. Estuve atenta a todos los invitados que habían sido presentados a su entrada, y ella no era una de ellos.
La observé durante toda la velada, apenas probó bocado de los manjares expuestos en las mesas que se hallaban en los laterales de la gran sala. El resto de invitados no desaprovechaban la oportunidad de comer a dos carrillos y vaciar las copas de vino, para luego excusarse, vomitar todo el contenido de sus estómagos y repetir la operación. Aquello era una de las cosas que más me enfermaba de la sociedad en la que me había tocado vivir: personas adineradas desperdiciando comida mientras había gente muriéndose de hambre en las calles.
Por eso supe que ella no pertenecía a nuestra sociedad. Por eso supe que, en realidad, era una plebeya.
La música cesó, los invitados aplaudieron y los bailarines hicieron una reverencia a la pareja que había quedado frente a ellos. La chica también se inclinó. Cuando volvió a erguirse, nuestras miradas se cruzaron y supo que la había descubierto.
Actuando con naturalidad, se despidió del hombre que tenía delante y se alejó despacio.
Sin dudar un solo instante, fui tras ella. Tuve que esquivar a varios de los invitados, disculpándome ante aquellos que intentaron retenerme para darme la enhorabuena, pero no podía quedarme a charlar. La chica era muy escurridiza y, si la perdía de vista, sabía que no la volvería a encontrar jamás.
Cuando llegué al balcón por el que intentaba escapar, vi que estaba mirando hacia abajo, apoyando y sacando más de la mitad de su cuerpo por la balaustrada. Parecía que estuviera hablando con alguien.
—¿No se queda un rato más? La fiesta no ha hecho sino empezar —dije desde el arco de piedra.
Ella, lejos de sobresaltarse, se giró con una sonrisa.
—No es de mi agrado estar rodeada de tanta gente desconocida.
—Me cuesta creerlo teniendo en cuenta que ha bailado con casi todos los invitados.
Se encogió de hombros.
—Ya que he venido a un baile, habrá que bailar, ¿no cree?
—Sí —respondí con calma—, pero usted ha hecho algo más que bailar con los invitados, ¿me equivoco?
Me dedicó una sonrisa inocente. Una sonrisa preciosa aderezada con una mirada viva e inteligente.
—No me importa lo que les hayas robado al resto, pero ese reloj que le has quitado a mi hermano tiene un especial valor sentimental, y te agradecería que me lo devolvieras.
—¿Qué reloj?
Acorté la distancia que nos separaba dando dos zancadas y, antes de que se diera cuenta, saqué un antiguo reloj de bolsillo de uno de sus escondites.
—Puedes quedarte con el resto. Pero esto me lo llevo—dije seria.
Nos mantuvimos la mirada unos instantes. Me pareció que sus labios se intentaban curvar en una pequeña sonrisa de admiración y sorpresa, pero en ese instante, alguien me llamó y me giré para ver a mi hermano salir al balcón.
—¿Marian? ¿Qué haces aquí afuera?
—Estaba hablando con… —Al volverme, comprobé que estaba sola. La joven había desaparecido aprovechando mi descuido. Tras un segundo de confusión, volví la mirada a mi hermano—. Nada, da igual. ¿Querías algo?
Charles, o Charlie como le llamaba yo, me miró suspicaz.
—Es hora de tu discurso —informó.
Hice un mohín, odiaba hablar en público.
—¿Estás seguro?
—Claro, son cerca de las… —calló al ir a echar mano a su bolsillo y comprobar que no llevaba el reloj encima. Un fugaz gesto de pánico cruzó su semblante.
—Se te ha caído mientras bailabas —dije poniéndole el reloj en la mano y entrando de vuelta a la sala de baile.
Este fragmento está escrito por Elisabet P. Montero, miembro de #LasTruculentas.
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