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martes, 31 de mayo de 2022

Historias desde el dolor - Jeon Ji Hyung

Cuatro fotografías. Esquina superior izquierda, una pizarra blanca en la que aparece NO BULLY ZONE escrito con rotulador. En una esquina pone latapadelbaul.es Esquina superior derecha, una pizarra blanca en la que pone BULLIES ARE NOT WELCOME HERE escrito con rotulador. Esquina inferior izquierda, un niño en una esquina llorando, junto a un montón de libros, al que se le acerca otro niño para ver lo que le pasa. Esquina inferior derecha, una niña en un pupitre echada encima de sus libros, llorando, rodeada de un montón de niños y niñas que parecen estar gritándole cosas negativas.



La luz del sol avisa que ya es media tarde. Salgo de la escuela pensando en las palabras de tristeza de una niña; en las palabras de honestidad de su compañera y compañero; en las palabras defensivas o acusadoras de otros alumnos. Mi cabeza elabora decenas de actividades para abordar el tema, que escribo una vez llego a casa. Preparo cuidadosamente cada actividad mientras las palabras insultar, negra, empujón, llorar, pesada, y otras, flotan por el aire. Me siguen cuando voy al baño, me siguen si me hago un té para descansar, me siguen cuando voy a cenar. Me siguen, porque hasta que el problema no desaparezca, tampoco van a desaparecer ellas.

    Con ánimo de plantar la semilla de la duda, la semilla de la empatía, empiezo un trabajo de grupo. Un trabajo que puede durar todo un curso, porque no es hablar de la conjugación de los verbos, en lengua; no es explicar cómo se suman o multiplican fracciones, en matemáticas, ni es un trabajo de investigación sobre la capa de ozono, en conocimiento del medio.

    Es indagar en la mente del alumnado, generar confianza para que salgan todas las emociones que llevan dentro, que aprendan a ponerles nombre y a reconocerlas también en los demás.

    Al volver el lunes, empiezo con la programación que he hecho. Trabajar la autoestima es indispensable para llegar a la empatía. Las sesiones durarán tres o cuatro semanas, según el alumnado.

    Las valoraciones sobre cada uno de ellos y ellas están en un abanico tan amplio como los colores del arco iris y los matices que hay entre ellos. Las mochilas que llevan se hacen más o menos grandes según lo que voy oyendo, sintiendo que la bola del bullying no es más que una pelota de tenis en medio de una cancha llena de otras pelotas.

    No sé si todas las actividades de la autoestima han servido de algo. Es probable que me hayan servido más a mí que a ellos, para conocerles más. En el transcurso de las semanas cambio varias veces a los chicos y chicas de sitio. Es entonces cuando se me disparan más alertas al ver a chicos que no
quieren sentarse junto a algunas chicas o chicos.

    Chicos potentes, casi líderes, obviamente negativos. Chicos que durante todo el curso vas a tener sentimientos encontrados, porque ayudan, atienden en clase, sacan buenas notas y cuando quieren se portan bien. Y aún así insultan y se meten con otros/as. Chicos que no sabes si lo hacen para llamar la atención o por simple despecho, porque les han educado así.

    El patio es el caldo de cultivo para otro caso, el peor, donde surgen las peleas por el fútbol. Donde veo la diferencia entre las faltas que hacen sus amigos y las que hace otro niño. Ese niño que causa problemas y le causan problemas. Ese niño a quien los otros dejan de lado.

    Así que cuando surgen problemas y peleas, empleas los avisos en la agenda, los castigos sin pelota, entrevistas con las familias, quedarse sin excursión y las notas disciplinarias. Pero el trabajo de educación emocional continúa, cada semana para llegar a ese punto en el que estos chicos puedan ponerse en el lugar de quién insultan y menosprecian.

    Mientras, descubro que detrás de una mirada triste, un caminar sin motivación y un halo de apatía, hay alguien que sufre mucho, desde hace tiempo. Una niña que está cansada de hacer cosas que no debe por edad, de que nadie le dé un abrazo (en todos los sentidos en los que puedas abrazar a alguien), de que la menosprecien en casa y en la escuela.

    Las mochilas llenas de tristeza y sufrimiento pesan más, pero se ven igual que las otras, desde fuera. Son difíciles de abrir, pero cuando las abres, pueden salir muchas cosas; algunas difíciles de soportar.

    Mi cabeza da vueltas preparando la primera evaluación. “Me alegro de que no se acobarde ante los que la menosprecian por su color de piel”, digo autoconvenciéndome de que eso ya es mucho. “Es menosprecio, aún se puede hacer algo bueno con ellos, antes que se convierta en acoso”, pienso repetidamente.

    “Espero que ese sentimiento de apatía, tristeza y pocas ganas de vivir se acabe disipando como el humo”, deseo con todas mis fuerzas.  Tres frentes abiertos a la vez. Tres frentes que requieren la intervención de otras personas, a las cuales doy conocimiento en la evaluación.

    El segundo trimestre seguimos con el trabajo emocional y las sanciones o avisos cuando hacen falta. Dar herramientas a las víctimas para puedan luchar contra ello, generar motivación y autoestima es algo que se convierte en preferente, más que las notas disciplinarias. ¿Por qué? Porque estas niñas y niño tienen que poder estar tranquilas en clase. Deben poder llegar a casa y descansar, incluso la que no
es querida en casa.

    En los tres meses que dura el trimestre suceden varios conflictos, como era de esperar. Pero también hay avances. Pequeños pasos que dejan paso a débiles rayos de luz, pero luz, al fin y al cabo.

    Las conversaciones en grupo de 3-4 personas, adquieren otro aire. La tristeza de una de las niñas ya no es tan evidente. Puede ser que solo sea apariencia, pero en alguien como ella, se puede ver que no es forzada. Y la otra, tiene suficiente temperamento y personalidad como para no achicarse. Aún así, todo continúa del mismo modo con el niño. La incapacidad de controlarse de él y los otros niños no ayuda a avanzar. Será por edad, por personalidad u otra cosa que no sabemos, pero son como una traca con la mecha corta a la que es urgente mojar para que ni siquiera haga humo.

    Mientras, hay espacios y momentos en los que no puedes ver a todo el mundo, ni puedes estar en todos los sitios:

   -El patio: ese espacio enorme donde juegan y se lo pasan genial, pero donde surgen los problemas como las setas en octubre; no los ves a no ser que escarbes.
   -La fila: esa hilera de críos que hablan, se ríen y se pueden chinchar sin que te des cuenta.
   -Las escaleras: esos peldaños que suben, dando una vuelta, hasta dos plantas, según en qué nivel estés (Ciclo superior, en este caso)

    No se puede estar delante y detrás a la vez, arriba y abajo o a la derecha e izquierda. Y aunque les digamos a los críos que tenemos ojos en la nuca y lo oímos todo, todos sabemos que … que va a ser que no. Sencillamente, la experiencia es un grado, y hay cosas que no se te escapan.

    Y llega la evaluación. Se pone otra vez sobre la mesa el seguimiento de estos casos como algo prioritario. Nadie tiene duda de ello aunque no todos están de acuerdo en lo que es más importante. Algunos abogan por los castigos, otros por el trabajo más emocional. Aún así, tengo suerte de tener estos compañeros y compañeras. Suerte porque se implican y ven más allá del “son cosas de niños”. La semana Santa da paso a la recta final. En mes y medio habrá que hacer una valoración de todo el curso, de cada alumno, de cada asignatura. Suspender o aprobar, eso es lo que se nos pide desde el gobierno, nada más. También desde la sociedad, la gente de la calle, quieren adultos con un buen nivel académico y un buen nivel de inglés. Nunca he oído a nadie de arriba decir que quieren niños y adolescentes que crezcan felices.

    Se llenan la boca de “lucha contra…” pero no están en las aulas para ver cómo se trabaja. No conviven con niños y niñas que aprenden a escribir, leer o geometría. No están con ellos cuando les enseñamos a trabajar cooperativamente, por expertos, o con parejas de lectura interciclos.

    No están a su lado cuando lloran, están tristes o no tienen ganas de trabajar porque se han peleado con alguien. Tampoco cuando descubrimos que sus padres no les quieren, están divorciados, están en prisión, tienen órdenes de alejamiento o un hermano que tiene una discapacidad y requiere atención continuada. Y no saben qué se vive en un aula con alumnos de diferentes culturas y religiones.

    A priori, parece fácil luchar contra el bullying y otras faltas de respeto, pero no lo es. Todo lo anterior se suma. Se suma al trabajo de los y las maestras, se suma al problema de acoso en la escuela, se suma al estado emocional del niño o niña al que están molestando e insultando una y otra vez.

    Y mientras, salgo de la escuela autoconvenciéndome de que estoy haciendo lo correcto; que son pequeños y que no llega al nivel de bullying pero es igualmente preocupante porque son acosadores en potencia y hay que frenarlos ya. Y mi mente continúa pensando en estrategias, actividades para tratar de acercarme a unos -para que no sufran más- y otros -para que entiendan que no es el camino correcto o que de que pueden pedir ayuda.

    Pero tampoco puedo descuidar a los otros 20, que no tienen la culpa de nada. Porque somos 25, 26, 27 y hasta 28 alumnos que nos meten con calzador en el aula.

    Porque hay docentes como yo que nos importan los niños y niñas que tenemos delante, que son como un lienzo en blanco en el cual puedes pintar lo que quieras y del color que quieras, pero muchas veces no tienes las herramientas suficientes para que la obra final les haga sonreír.

 Fdo: Jeon Ji Hyung

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