(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)
Victoria no sabría explicar por qué, pero estaba convencida de que la amenaza había desaparecido. El hombre de la motosierra ya no la perseguía, la arena no le hería y nada ponía en peligro su vida.
Se atrevió a abrir por fin los ojos y a mirar alrededor. Lo que encontró no se parecía a nada de lo que había visto hasta el momento en esa casa de locos. Era un jardín. Un seto verde y tupido, mucho más alto que ella, cercaba un claro tapizado de hierba y flores. «Vuelvo a estar atrapada», pensó de nuevo al borde del pánico, y fue entonces cuando recordó a su compañera de huida.
Giró sobre sí misma y buscó a Blanca, preguntándose de qué color sería esta vez su pelaje, pero no la vio por ninguna parte.
—¡Blanca! —gritó con toda su fuerza. Después de todo, la había ayudado a escapar de la motosierra; le estaba empezando a coger cariño—. Blanca, ¿dónde estás?
—Aquí.
La voz de la gata se escuchó lejana pero clara. Se volvió hacia el sonido y se dio cuenta de que no estaba atrapada: al otro lado del seto había una abertura, como una puerta hecha de vegetación.
Con el corazón todavía golpeándole las costillas, se dirigió hacia ella y la cruzó. Al otro lado la esperaba un pasillo de los mismos setos altos y frondosos.
—No es un jardín —se reprochó en un susurro—. Es un laberinto.
Dispuesta a encontrar la salida ahora que no tenía la muerte en los talones, volvió a llamar a la gata para orientarse por el sonido de su voz.
—Derecha —decidió al momento, segura de que estaba en esa dirección.
Avanzó por el pasillo vegetal durante unos minutos, sin encontrar ninguna bifurcación hasta que se topó en un callejón sin salida. Extrañada, volvió sobre sus pasos, pero no pasó de nuevo por la entrada del claro.
Al rato ya estaba a punto de perder otra vez la paciencia y echarse a llorar. No era posible que se hubiera perdido en un pasillo recto: tenía que ser la casa actuando otra vez en su contra. Iba a empezar a gritar cuando escuchó de nuevo la voz de Blanca.
—Sigue un poco más —se escuchaba mucho más clara y cercana—, ya te queda poco.
Espoleada por los ánimos y la proximidad de su compañera, continuó avanzando. Solo unos metros más allá, llegó a un cruce de caminos y tomó sin pensar el de la izquierda. Hizo lo mismo en las siguientes cuatro intersecciones, siempre a la izquierda. De vez en cuando, Blanca le decía que ya casi estaba. Su voz cada vez se escuchaba más cercana.
Por fin, tras lo que pareció un siglo, llegó a otro claro, similar al anterior pero más amplio y luminoso. Y no estaba desierto.
Allí no la esperaba la gata Blanca, como ella pensaba, sino una mujer, humana en toda su definición, más o menos de su edad, con el cabello rubio y vestida de blanco. Esta misteriosa figura, por si fuera poco, no estaba sola; la acompañaba un hombre que le resultaba extrañamente familiar.
—Bienvenida, Victoria. —La chica habló con la voz de la gata—. Veo que no te has perdido en el laberinto.
Victoria dudó antes de hablar. Había aprendido por las malas que podía esperar cualquier cosa, y no precisamente buena.
—¿Dó… dónde está Blanca?
—Yo soy Blanca. Siempre lo he sido. Por eso esta fue la primera puerta que abriste.
Quiso replicar, pero antes de poder hacerlo, todo cambió. El claro del laberinto se desvaneció, la hierba se esfumó de debajo de sus pies y a su alrededor se materializó una habitación que ya conocía.
—Bienvenida al principio —dijo Blanca.
Era la estancia de la cama con dosel, la del espejo en el techo. La que, cuando abrió la puerta, le mostró a un hombre que practicaba sexo con dos mujeres.
Escrito por Rocío Castellón:
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