(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas).
La maleza se fue abriendo con cada paso que daba hasta llegar a una antigua mansión.
—¿Quieres que vaya allí? —preguntó mirando a la gata.
—¿Qué quieres tú? Aún no has pillado que esto va sobre ti, niña estúpida.
—Soy una mujer adulta. ¡No me hables así!
—Pues actúa como tal y déjate de mierdas —sentenció la gata justo antes de introducirse en la maleza, dejando a la joven sola frente a la casa de la mansión.
Tras varios segundos de duda mirando a un lado y a otro, llamó a la puerta con los nudillos, consiguiendo que el sonido de sus repetitivos golpes retumbase en el interior del edificio con un eco estremecedor. Un momento después, la puerta se entreabrió dejando a la vista de la muchacha una estancia enorme, amplia y circular, únicamente adornada por un piano con una rosa muerta en un pequeño jarrón de cerámica.
Nada más adentrarse en la casa, la puerta se cerró tras de ella con un sonido que la estremeció. El corazón se le aceleró por la incertidumbre, pero la curiosidad podía más, así que empezó a investigar la estancia. Nada parecía haber alrededor, nada más que aquel viejo piano que, sin darse cuenta, estaba acariciando como si fuese un olvidado amigo, un recuerdo de algo que le daba ternura y paz. Siguió su viaje por el ala derecha del edificio, donde un pasillo lleno de puertas se presentaba frente a ella sin fin, todas cerradas, pero no bloqueadas.
La primera no la abrió, ni la segunda, pero al llegar a la tercera escuchó una voz masculina, grave, fuerte, y quiso conocer al posible dueño de aquella casa. Con un simple giro del pomo, la puerta cedió y le mostró los secretos de aquella enorme habitación roja. Una cama de dosel con un espejo en el techo reinaba en la pared principal de la estancia, mientras que el hombre que había escuchado y dos acompañantes más practicaban el sexo de una manera inimaginable para la joven hasta ese momento. Asustada, cerró la puerta de nuevo, temiendo haber sido vista. Después corrió atrás, hacia la seguridad del piano, y allí se detuvo varios minutos, intentando borrar aquella imagen que había perturbado su sexualidad.
Después de un rato, ya más serena y sabiendo que no tenía sentido no moverse de allí, se dirigió hacía el ala izquierda, donde esperaba que la mansión le ofreciera otro tipo de espectáculo. Esta vez no quiso adentrarse demasiado en el infinito pasillo de puertas, por lo que nada más llegó a la primera, la abrió. Dentro, una sala de baldosas blancas con un sumidero en el centro se presentaba frente a ella, vacía, sin actores en aquel escenario que no entendía, por lo que cerró y probó con la siguiente. En la puerta de al lado, una especie de sarcófago de metal con rostro y forma de mujer la miraba desde el fondo de una estancia forrada en terciopelo negro. Sin comprender lo que miraba cerró esta estancia también y se dirigió hacia la mitad del pasillo, olvidándose del miedo y la prudencia con la que entró en aquella ala de la mansión.
Esta vez oyó ruidos tras la puerta, por lo que desde que la abrió sabía que alguien habría al otro lado, aunque esperaba que con estos si pudiese hablar.
—¿Hola? —preguntó mientras se adentraba en la estancia, pero el sonido de una sierra hizo que el hombre que la portaba no pudiera escucharla y la otra persona que se encontraba en la sala, bueno, digamos que no estaba en disposición de hablar.
Escrito por Xandra Bilbao:
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