(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)
La brisa mañanera del sábado acariciaba su rostro despejando el atisbo de estrés que aquel almacén le producía. Pensando en los sucesos que habían acontecido hace pocas horas en el trabajo, deseaba llegar a casa y dormir. Se encontró con el monumento al colonizador más sanguinario de la historia de su pequeña ciudad. A su lado, un banco donde la luz del sol pegaba de lleno en su madera y al sentarse en él, sintió un calor por todo su cuerpo haciéndola suspirar.
Justo delante de ella, sin tapar al astro rey, estaba él. Analizó al hombre piedra por piedra. Se percató de que había un gato negro dormido a los pies del gigante y cerró los ojos, dejándose dormir. Una pregunta llegó a su cabeza veloz y sin avisar. ¿Alguna mujer estaría en aquel barco? Hacía siglos que zarpó con decenas de hombres sanguinarios, hombres de Dios, hombres de armas. ¿Qué hubiera pasado si una mujer estuviera ahí contando su historia?
Eso nunca lo enseñaron en la escuela. Sus pensamientos se interrumpieron por el movimiento de aquel gato que suponía dormido. La miraba con unos ojos enormes y brillantes, giró su cabeza y comenzó a caminar. Ella sintió el impulso de seguirlo. Fue un sentimiento tan fuerte que su corazón comenzó a palpitar tan veloz como aquella idea.
La mujer se levantó de aquel banco y se alejó del gigante de piedra.
El caminar del animal era pausado y elegante, casi poético. Una pata tras otra y el rabo en alto. Tan ensimismada estaba la mujer que no se dio cuenta que caminaba sobre tierra y hacía rato que había dejado la acera. A su alrededor, la maleza se extendía verde. El sonido de los mosquitos la rodeaba, pero ella seguía caminando con curiosidad.
Pronto, llegaron a un claro donde la luz del sol se dejaba ver entre los árboles altos. Sonrió maravillada con el espectáculo que la naturaleza le ofrecía.
—Alto, humana —escuchó. Lo que hizo que se detuviera en seco girando la cabeza hacia los lados buscando a su interlocutor—. ¡Estoy aquí, mamarracha! —La mujer miró hacia abajo y ahí se encontraba su acompañante felino observándola con esos ojos—. Mi señor escuchó tus plegarias. —Ella arrugó el ceño en una mueca sorprendida—. No hagas eso, por favor, pareces estúpida.
—Perdón…, ¿señor gato? —titubeó.
—Soy hembra —exclamó irritada—. ¿Llevas todo el rato mirándome el trasero y no te has dado cuenta?
—Lo siento, lo siento. —Ella agitó los brazos sin saber qué hacer. De la sorpresa pasó a la vergüenza.
—Ya me advirtieron, ya… —dijo la gata entornando los ojos—. Como te iba diciendo, mi amo te da la oportunidad de que cambies de vida. —La gata caminó hacia un árbol mientras hablaba y lo rodeó. Para sorpresa de la mujer, esta había cambiado de color a un anaranjado—. Te voy a dar dos opciones. Tú escoges la que desees, y la condición es que no hay vuelta atrás.
—¿No hay vuelta atrás? —repitió ella.
—No, no hay vuelta atrás… ¡Y no repitas lo que digo, me pones nerviosa!
«Es un gato, sin duda», pensó la mujer. «Gata».
—¿Aceptas? —La pregunta del animal sonó como un eco en los oídos de la mujer haciendo que un cosquilleo la inundase. Sin dudarlo, asintió—. Si cruzas el bosque ahora, verás cosas extrañas o muy comunes, pero las vivirás con un rostro diferente y otro nombre. A lo mejor puedes morir, pero también morirás de aburrimiento si te das la vuelta por donde hemos venido. —Ella giró la cabeza a su espalda. Un trozo de acera se dejaba ver entre la maleza. Su entrecejo se arrugó sin entender—. ¿Y bien?
La mujer giró varias veces el rostro para ver la calle a lo lejos y a la gata esperando su reacción. Tenía pocas dudas y una casa donde solo la esperaba un cactus que no la echaría de menos. Sonrió y caminó hacia un nuevo destino.
La maleza se fue abriendo con cada paso que daba hasta llegar a una antigua mansión.
—¿Quieres que vaya allí? —preguntó mirando a la gata.
—¿Qué quieres tú? Aún no has pillado que esto va sobre ti, niña estúpida.
—Soy una mujer adulta. ¡No me hables así!
—Pues actúa como tal y déjate de mierdas —sentenció la gata justo antes de introducirse en la maleza, dejando a la joven sola frente a la casa de la mansión.
Tras varios segundos de duda mirando a un lado y a otro, llamó a la puerta con los nudillos, consiguiendo que el sonido de sus repetitivos golpes retumbase en el interior del edificio con un eco estremecedor. Un momento después, la puerta se entreabrió dejando a la vista de la muchacha una estancia enorme, amplia y circular, únicamente adornada por un piano con una rosa muerta en un pequeño jarrón de cerámica.
Nada más adentrarse en la casa, la puerta se cerró tras de ella con un sonido que la estremeció. El corazón se le aceleró por la incertidumbre, pero la curiosidad podía más, así que empezó a investigar la estancia. Nada parecía haber alrededor, nada más que aquel viejo piano que, sin darse cuenta, estaba acariciando como si fuese un olvidado amigo, un recuerdo de algo que le daba ternura y paz. Siguió su viaje por el ala derecha del edificio, donde un pasillo lleno de puertas se presentaba frente a ella sin fin, todas cerradas, pero no bloqueadas.
La primera no la abrió, ni la segunda, pero al llegar a la tercera escuchó una voz masculina, grave, fuerte, y quiso conocer al posible dueño de aquella casa. Con un simple giro del pomo, la puerta cedió y le mostró los secretos de aquella enorme habitación roja. Una cama de dosel con un espejo en el techo reinaba en la pared principal de la estancia, mientras que el hombre que había escuchado y dos acompañantes más practicaban el sexo de una manera inimaginable para la joven hasta ese momento. Asustada, cerró la puerta de nuevo, temiendo haber sido vista. Después corrió atrás, hacia la seguridad del piano, y allí se detuvo varios minutos, intentando borrar aquella imagen que había perturbado su sexualidad.
Después de un rato, ya más serena y sabiendo que no tenía sentido no moverse de allí, se dirigió hacía el ala izquierda, donde esperaba que la mansión le ofreciera otro tipo de espectáculo. Esta vez no quiso adentrarse demasiado en el infinito pasillo de puertas, por lo que nada más llegó a la primera, la abrió. Dentro, una sala de baldosas blancas con un sumidero en el centro se presentaba frente a ella, vacía, sin actores en aquel escenario que no entendía, por lo que cerró y probó con la siguiente. En la puerta de al lado, una especie de sarcófago de metal con rostro y forma de mujer la miraba desde el fondo de una estancia forrada en terciopelo negro. Sin comprender lo que miraba cerró esta estancia también y se dirigió hacia la mitad del pasillo, olvidándose del miedo y la prudencia con la que entró en aquella ala de la mansión.
Esta vez oyó ruidos tras la puerta, por lo que desde que la abrió sabía que alguien habría al otro lado, aunque esperaba que con estos si pudiese hablar.
—¿Hola? —preguntó mientras se adentraba en la estancia, pero el sonido de una sierra hizo que el hombre que la portaba no pudiera escucharla y la otra persona que se encontraba en la sala, bueno, digamos que no estaba en disposición de hablar.
Trastabilló hacia atrás, intentando apartar la vista del cuerpo despedazado frente a ella. Era una mujer, o al menos, eso le pareció, pero estaba tan destrozada que era difícil asegurarlo. El hombre de la sierra reparó en ella y un chillido de terror se escapó de sus labios. No la siguió, ni siquiera se movió de su sitio. Tenía la cara salpicada por la sangre de su presa y notó que su estómago se encogía de miedo cuando una sonrisa macabra se dibujó en su rostro.
Cerró la puerta de un portazo.
Tenía la respiración acelerada y el pánico la recorría por dentro. Tenía que salir de ese lugar. Haber escuchado a aquella gata había sido un error, pero no podía quedarse allí durante más tiempo. Tenía que volver a su casa y recuperar su vida, por más anodina que fuera. Si la alternativa era una mansión llena de habitaciones misteriosas, elegiría sin dudar su pequeño apartamento. Al menos allí sabía lo que iba a encontrarse al cruzar una puerta.
Cuando su respiración se calmó lo suficiente, giró sobre sus talones, dispuesta a buscar la salida de esa mansión. Pero la primera puerta que había cruzado, marcando así su destino, no estaba por ninguna parte. Por más que recorrió la casa, no encontró la gran entrada, solo más puertas iguales que no se atrevía a abrir. ¿Qué habría detrás de ellas? Aunque la curiosidad era grande, el miedo lo era todavía más, y se mantuvo alejada durante toda su expedición.
Cuando por fin encontró la sala del piano, el mueble que había estado justo frente a sus ojos en el momento de entrar a la mansión, se derrumbó al ver la gran pared de piedra que ocupaba el lugar de la salida de esa pesadilla. Un sollozo se escapó de entre sus labios. Estaba atrapada; quizás para siempre. Había pecado de orgullosa y ahora iba a pagar el precio.
—¿Por qué lloras?
La voz de la gata, de la que casi se había olvidado, la devolvió a la realidad. No la había visto desde que había entrado a la mansión, y, por un momento, se preguntó si ella sabría cómo escapar de aquel lugar. Pero la mirada que le dedicó, casi más humana que animal, le dijo que, si tenía una respuesta, no iba a compartirla con ella.
—Tengo que salir de aquí —probó igualmente. Estaba tan desesperada que no le importaba arrastrarse de aquella manera. Pero la gata ignoró su miedo por completo , paseándose frente a ella con toda la elegancia que se podía esperar de un animal de su clase.
—Dijiste que querías una vida nueva…
—¡Esto es una pesadilla! —exclamó, notando que las lágrimas volvían a acudir a sus ojos. Se las apartó sin delicadeza—. Acabo de ver a un hombre descuartizando a alguien con una sierra…
—No es lo único que has visto —le recordó la gata, atrapándola con sus ojos inteligentes—. También has visto música, sexo y muerte. Pero hay más cosas entre estas paredes…
—No quiero verlas —repuso ella—. No me interesan. Quiero volver atrás.
—Tomaste una decisión.
—¡No puedo quedarme aquí! —gritó, levantándose del suelo. El miedo empezaba a ser sustituido por la rabia, pero la gata pareció totalmente indiferente.
—Esta casa cuenta una historia —le dijo, de nuevo paseándose a su alrededor—. Descúbrela y encontrarás la salida.
—Eso no tiene sentido.
—¿Estás hablando con una gata y ahora te quejas de que las cosas no tienen sentido? Un poco ingenuo de tu parte.
Las palabras se le atragantaron, sabiendo que la gata tenía razón. Tras unos segundos en silencio, por fin preguntó:
—¿Qué tengo qué hacer?
—Cada puerta es un episodio, un capítulo —explicó la gata—. Atraviésalas todas y descubre cuál es la historia. Y, quizás, así podrás evitar el final.
—¿Y qué pasa si no lo consigo?
Nunca debería haberse fiado de ese animal. Lo supo en cuanto su rostro felino se transformó por completo en una sonrisa cruel. No sabía qué era ese ser, pero seguro que procedía del infierno. Igual que todo ese lugar.
—Entonces, me temo que acabarás pagando el precio. Por si todavía no te has dado cuenta, tú eres la protagonista. —Su sonrisa se hizo todavía más macabra—. Y, por lo que me has contado, ya has presenciado tu propia muerte.
Y, con esas últimas palabras, la gata atravesó la pared y ella volvió a quedarse sola.
Gritó desgarrándose la garganta, soltando improperios; maldiciendo a la gata y a sí misma por haberse dejado embaucar de una forma tan estúpida. La idea de una vida nueva llena de posibles aventuras y lejos de la monotonía la había seducido.
¿Por qué decidió seguir al animal? ¿Por qué no huyó cuando lo escuchó hablar?
«¿Por qué? ¿¡Por qué!? ¿¡POR QUÉ!?», se repitió una y otra vez.
Sintió como si una mano le oprimiera el pecho, dejándola sin respiración, y cayó de rodillas.
—Maldito bichejo —masculló con rabia—. Como vuelva a verte, te pienso arrancar los bigotes uno a uno.
Intentó tranquilizarse. Cogió grandes bocanadas de aire para recuperar el aliento y, con esfuerzo, se puso en pie para mirar luego a su alrededor.
Además de las infinitas puertas que se encontraban a izquierda y derecha, también había una gran escalera que daba acceso a los pisos superiores.
—Supongo que en ellos también encontraré más y más puertas —dijo para sí.
Sin pensar siquiera en lo que hacía, empezó a subir los escalones uno a uno hasta llegar arriba. No se equivocaba. No había ni una sola ventana por la que escapar. Solo puertas.
Recorrió la estancia en silencio. Parecía que la mansión no tuviera fin. Daba vértigo y mareaba un poco que ni un solo hueco estuviera libre de aquellos accesos a lo desconocido.
Las palabras de la gata volvieron a su memoria: «Cada puerta es un episodio, un capítulo. Atraviésalas todas y descubre cuál es la historia. Y, quizás, así podrás evitar el final».
¿Un episodio? ¿Evitar el final? Pero si las puertas no estaban relacionadas entre sí… ¿Verdad?
Las estudió con mayor detenimiento. Todas eran diferentes: de madera, de metal, de cristal… Lisas, con dibujos simples o con tallas magníficas. Sin embargo, había algo en ellas que le llamó la atención: algunas puertas tenían extrañas marcas que no casaban con las ilustraciones que las acompañaban. Se preguntó si serían esas puertas las que tendría que atravesar para poder salir de allí y acabar con aquella pesadilla, o de lo contrario, serían las que debía evitar. Estuvo tentada de bajar y examinar las que ya había abierto para comprobar si también las tenían, pero cuando se acercó a las escaleras, vio que alguien las subía.
—¿Dónde estás, preciosa? —dijo una voz grave que le heló la sangre en las venas —. ¿No quieres jugar y pasar un rato divertido?
Cada fibra de su ser le dijo que huyera, que saliera corriendo, que tras cualquier puerta sería más segura que allí. Pero sus músculos no le respondieron. Se quedó allí plantada, paralizada del terror, oyendo cómo retumbaban los pasos que poco a poco iban subiendo los escalones y acercándose a ella. Cuando por fin llegaron arriba, el hombre se giró para mirarla con una sonrisa macabra dibujada en su rostro cubierto de sangre.
—Qué amable por tu parte esperarme, querida —dijo en tono amable pero estremecedor—. Sin embargo, a la próxima, podrías bajar, ¿no crees? Aunque sea divertido perseguiros, suele resultar agotador. —Sonrió amenazador—. Ya me he ocupado de mi anterior… visita, pero creo que de ti también me puedo encargar. Sería muy descortés por mi parte no tratar como es debido a mi nueva invitada.
Los ojos del hombre estaban fijos en ella cuando tiró de la cuerda de la motosierra. La mujer pudo oír el rugido de un pequeño motor en marcha y lo que le pareció el golpeteo de una cadena oxidada.
El hombre se hizo oír por encima del ruido de su arma.
—Te daré cinco segundos para que te acerques, si no quieres sufrir ningún daño. Luego iré a buscarte —dijo—. Uno… dos… ¡CINCO!
El hombre echó a correr enarbolando su arma y ella no tuvo tiempo para pensar. Se acercó a la puerta más cercana, la atravesó y la cerró a su espalda.
No pudo ver el símbolo que se iluminaba en la madera.
No oyó el chasquido que bloqueaba cualquier salida o entrada.
Lo que sí pudo sentir fue el filo de un hacha a escasos milímetros de su garganta.
La habitación estaba en penumbra al no haber ventanas y estar iluminada por una única vela, que se consumía en una mesilla. Sin embargo, el filo del arma lograba verse con todo el brillo que aquella llama le permitía. Ella dio un salto a un lado y gateó mientras pensaba en una opción para salir de aquel infierno. Fuera, la esperaba un hombre con una motosierra que conocía perfectamente esa mansión; dentro, había un loco con un hacha. Era mejor enfrentarse cara a cara con el sujeto del hacha que con el de la motosierra.
Agachada, se arrastraba lo más rápido que podía mientras las rodillas se clavaban en el suelo y el hacha la emboscaba. Notando restos de astillas que volaban con cada nuevo golpe, intentó buscar un lugar donde atrincherarse para pensar o un objeto con el que defenderse.
Encontró lo segundo por el rabillo del ojo: la sombra de un candelabro parecía moverse cerca de la luz de la vela. No sabía si el objeto existía realmente o si era producto de su imaginación febril con el ataque y aquella luz mortecina, sin embargo, decidió arriesgarse.
Se levantó apoyando la rodilla derecha con fuerza en el suelo y se impulsó con ella estirando la mano hacia donde parecía estar el objeto. Cuando notó el frío tacto del candelabro y el peso del mismo, lo esgrimió con fuerza hacia su atacante.
Ambos golpearon a la vez, pero ella fue unos segundos más rápida y brutal, haciendo chocar una y otra vez su arma contra el otro. No podía pensar en nada más que no fuera detener a su enemigo, sobre todo, cuando aún oía el ruido de la motosierra al otro lado de la puerta, aunque este fuera más amortiguado ahora.
Una vez fue consciente de que el hacha ya no sería un problema, se detuvo. Estaba exhausta, deprimida y harta de aquella situación.
—Te dije que no hicieras eso, niña estúpida.
La voz de la gata sonó tras ella.
—¿Qué no hiciese qué? —preguntó con ganas de golpear al animal como acababa de hacer a su atacante.
—No estaba hablando contigo, creída —respondió la gata levantando la cabeza en actitud altiva. La gata era de pelo corto azul. Sonaba como la gata, pero no tenía el mismo aspecto de la gata.
Miró con miedo a su atacante, quien aún lanzaba espasmos rítmicos, pero que dudaba que fuera a respirar más de treinta segundos. No era capaz de distinguir bien por la luz y la sangre, así que se acercó a la vela de la mesilla, la sostuvo en sus manos y se dirigió hasta el cuerpo.
Allí estaba ella, el cadáver de ella misma. No llevaba su ropa, pero era ella.
Gritó, y la vela casi se cae de sus manos. La gata aprovechó para colocarse en el pecho del cadáver y fijar sus ojos en ella.
—¿Vas a coger el hacha otra vez o vas a dejarla quieta como te dije?
Se sentó en el suelo, al lado del charco de sangre que salía del cuerpo de su otra ella y dio una patada al arma para que estuviera bien lejos.
—Como ya te dije, estos son capítulos de una historia y tú ya la has vivido. O una versión de ti misma, o varias versiones —rio—. Y la sigues viviendo. Tienes que lograr conocer el orden o conseguir que alguna de tus versiones lo haga. Aunque ¿para qué quieres que otra viva tu vida?
Ella buscó el candelabro con la mano que no sujetaba la vela y lo lanzó contra la estúpida felina. Esta dio un salto, y se marchó entre risas.
—Yo ya la avisé a ella —dijo señalando el cadáver—. Puedes hacerme caso y seguir buscando o esperar a que otra tú entre y la mates con el hacha. Es tu decisión.
—¿Es eso cierto? ¿La avisaste tú?
La gata la miró, irritada.
—No sé por qué me molesto contigo —bufó—. Debes de ser la versión más dura de mollera de todas las que han pasado por aquí. ¿Acaso no has escuchado nada de lo que he dicho?
—Bueno, no sé. Dices que yo soy una versión. ¿Y qué hay de ti? Tienes un aspecto diferente cada vez que nos vemos. Cambias de color: ahora eres azul, pero también has pasado por el negro, el naranja…
La oreja de la gata tembló, y la mujer sonrió, triunfal.
—No la avisaste tú —rio—. Le avisó otra versión de ti. Y dime, querida… ¿Qué le pasó a esa versión?
La gata miró en derredor con el pelaje de punta. La mujer se levantó y alumbró una esquina de la habitación: un cuerpo peludo envuelto en sangre apareció ante la iluminación danzarina de la vela.
La gata lanzó un maullido lastimero y fue hacia la puerta.
—Está cerrada, ¿recuerdas? —dijo la mujer, acercándose al cadáver de su anterior versión. La gata saltaba sobre la manilla y arañaba la cerradura, pero la puerta no se movía—. ¿Crees que tu nueva versión sobreviviría a la mía? —inquirió, recogiendo el hacha de su propio cuerpo sin vida. Dejó la vela sobre la mesita de noche y se plantó con las piernas abiertas, agarrando el arma con las dos manos.
—Te dije lo que pasaría si cogías el hacha, niña estúpida. —La gata le dio la espalda a la salida, dispuesta a arrancarle la piel a tiras a aquella mentecata que no servía ni para obedecer.
—Lo sé. Y por eso tengo una propuesta para ti.
—Dice la que me apunta con un hacha.
—Es en defensa propia. Tú tienes uñas y eres veloz. Si no me has atacado aún es porque tampoco sabías que eras una versión. Pero no tenemos por qué enfrentarnos. Podemos colaborar y darle su merecido al que nos ha metido en este bucle. No tengo por qué seguir buscando sola ni matar a mi próxima versión. Tú misma lo has dicho: quiero vivir mi propia vida, y estoy segura de que tú también. Con tus conocimientos podemos salir de aquí.
—¿Y qué me dice que no me vas a soltar un hachazo en cuanto baje la guardia?
—Ambas sabemos cuál será el resultado si nos enfrentamos —respondió la mujer, señalando sus respectivos cadáveres con la mirada.
—Eso es cierto —gruñó la gata, con la mirada fija en la bola de pelo que reposaba sobre la esquina.
—Y como muestra de buena fe, empezaré por presentarme: soy Victoria.
Una luz brilló en el cuarto, y una nueva puerta apareció en la sala. Era de madera labrada y estaba coronada por un arco. La gata maulló, admirada.
—Había olvidado que los nombres tienen un poder especial… —ronroneó.
—¿Qué me dices? ¿Aliadas?
Un temblor sacudió la puerta que estaba a espaldas de la gata.
—¿Estás ahí, preciosa? ¡Oh, vamos, puedo oírte, Victoria! Porque es así como te llamas, ¿verdad? ¡VICTORIA! —rugió golpeando la puerta.
Otra vez esa voz que tanto la atemorizaba. La muchacha y la gata se miraron y, como adivinándose el pensamiento, corrieron hacia la nueva salida.
Una vez bajo el arco, ambas frenaron en seco. La oscuridad al otro lado era casi absoluta y un fuerte viento les arrojaba arena sin piedad. Victoria se cubrió la cara con una mano y extendió la otra hacia delante despacio, temerosa, blandiendo el hacha como toda defensa, y la dejó de ver.
Adelantó también un pie y confirmó que el suelo, a pesar de que su vista no alcanzaba a percibirlo, estaba ahí.
La gata amusgó los ojos, alternando la mirada entre la muchacha y el vacío que se abría ante ellas. Empezó a recular pensando que aquella no era la mejor de las ideas, pero el ruido de la motosierra abriéndose paso las espoleó.
—¡Vamos! —gritó Victoria animando a la gata, que saltó hacia la oscuridad detrás de ella.
Corrían con paso indeciso, a velocidad inconstante, guiadas por el más puro instinto de supervivencia sin dejar de escuchar los sonidos de la motosierra y los gritos de aquel hombre. En un traspiés, por el propio acto reflejo de agarrarse a algo para no caer, soltó el hacha. Maldijo su torpeza de abandonar la única arma que había conseguido desde que entrara en ese horrible lugar.
Tanteó con los pies el terreno en vano intento de localizarla entre toda esa negrura que las envolvía. No podía entretenerse más, así que se resignó a su suerte y siguió corriendo.
No sabrían decir cuánto tiempo anduvieron así. Solo sabían dos cosas: la motosierra se oía más lejana, y tenían la sensación de llevar media vida ahí.
En su carrera, la gata adelantó a la muchacha colándose entre sus piernas. Victoria tuvo que frotarse los ojos para comprobar que no la engañaban. Aminoró la marcha hasta detenerse, apartándose el pelo de la cara con manotazos poco delicados.
—¿Qué haces? ¿Vuelves a comportarte como una niña estúpida? —le dijo el animal, que había percibido que Victoria se quedaba atrás.
—Mírate; para un momento y mírate. —La gata frenó su marcha más dispuesta a atacar a esa muchacha que retrasaba su huida que a otra cosa.
—¿Pero qué…? —Se interrumpió. No daba crédito. Sus ojos, menos felinos que nunca, observaron su pelaje.
—¡Eres blanca! —Le confirmó con un grito apenas contenido—. Y no solo eso: hay luz en torno a ti. O sea, no es que seas una bombilla, pero te pareces bastante.
Apenas podía contener la risa. De pronto se tensó. Una frase empezó a resonar en su cabeza: «Los nombres tienen un poder especial».
—¿Cómo te llamas? Vamos, dime. —Echó un vistazo a su espalda. Estaban perdiendo tiempo y, aunque apenas oía la motosierra, no quería entretenerse demasiado—. ¿Cómo te llamas?¡Vamos, dilo!
—¿Cómo me llamo? No sé… —dudó— ¡Yo no tengo nom…! ¡Blanca, creo que alguien me llamó Blanca una vez!
—¡BLANCA! —bramó, apretando los ojos y los puños.
Se hizo el silencio. Victoria no oía nada más que su respiración. Abrió lentamente un ojo y tuvo que cubrirse la cara con las manos. La claridad no era cegadora, pero sí incómoda después de tanta oscuridad.
Victoria no sabría explicar por qué, pero estaba convencida de que la amenaza había desaparecido. El hombre de la motosierra ya no la perseguía, la arena no le hería y nada ponía en peligro su vida.
Se atrevió a abrir por fin los ojos y a mirar alrededor. Lo que encontró no se parecía a nada de lo que había visto hasta el momento en esa casa de locos. Era un jardín. Un seto verde y tupido, mucho más alto que ella, cercaba un claro tapizado de hierba y flores. «Vuelvo a estar atrapada», pensó de nuevo al borde del pánico, y fue entonces cuando recordó a su compañera de huida.
Giró sobre sí misma y buscó a Blanca, preguntándose de qué color sería esta vez su pelaje, pero no la vio por ninguna parte.
—¡Blanca! —gritó con toda su fuerza. Después de todo, la había ayudado a escapar de la motosierra; le estaba empezando a coger cariño—. Blanca, ¿dónde estás?
—Aquí.
La voz de la gata se escuchó lejana pero clara. Se volvió hacia el sonido y se dio cuenta de que no estaba atrapada: al otro lado del seto había una abertura, como una puerta hecha de vegetación.
Con el corazón todavía golpeándole las costillas, se dirigió hacia ella y la cruzó. Al otro lado la esperaba un pasillo de los mismos setos altos y frondosos.
—No es un jardín —se reprochó en un susurro—. Es un laberinto.
Dispuesta a encontrar la salida ahora que no tenía la muerte en los talones, volvió a llamar a la gata para orientarse por el sonido de su voz.
—Derecha —decidió al momento, segura de que estaba en esa dirección.
Avanzó por el pasillo vegetal durante unos minutos, sin encontrar ninguna bifurcación hasta que se topó en un callejón sin salida. Extrañada, volvió sobre sus pasos, pero no pasó de nuevo por la entrada del claro.
Al rato ya estaba a punto de perder otra vez la paciencia y echarse a llorar. No era posible que se hubiera perdido en un pasillo recto: tenía que ser la casa actuando otra vez en su contra. Iba a empezar a gritar cuando escuchó de nuevo la voz de Blanca.
—Sigue un poco más —se escuchaba mucho más clara y cercana—, ya te queda poco.
Espoleada por los ánimos y la proximidad de su compañera, continuó avanzando. Solo unos metros más allá, llegó a un cruce de caminos y tomó sin pensar el de la izquierda. Hizo lo mismo en las siguientes cuatro intersecciones, siempre a la izquierda. De vez en cuando, Blanca le decía que ya casi estaba. Su voz cada vez se escuchaba más cercana.
Por fin, tras lo que pareció un siglo, llegó a otro claro, similar al anterior pero más amplio y luminoso. Y no estaba desierto.
Allí no la esperaba la gata Blanca, como ella pensaba, sino una mujer, humana en toda su definición, más o menos de su edad, con el cabello rubio y vestida de blanco. Esta misteriosa figura, por si fuera poco, no estaba sola; la acompañaba un hombre que le resultaba extrañamente familiar.
—Bienvenida, Victoria. —La chica habló con la voz de la gata—. Veo que no te has perdido en el laberinto.
Victoria dudó antes de hablar. Había aprendido por las malas que podía esperar cualquier cosa, y no precisamente buena.
—¿Dó… dónde está Blanca?
—Yo soy Blanca. Siempre lo he sido. Por eso esta fue la primera puerta que abriste.
Quiso replicar, pero antes de poder hacerlo, todo cambió. El claro del laberinto se desvaneció, la hierba se esfumó de debajo de sus pies y a su alrededor se materializó una habitación que ya conocía.
—Bienvenida al principio —dijo Blanca.
Era la estancia de la cama con dosel, la del espejo en el techo. La que, cuando abrió la puerta, le mostró a un hombre que practicaba sexo con dos mujeres.
Ahora sabía que Blanca era una de las dos mujeres, pero… ¿quiénes serían las otras dos personas?
Examinó la habitación con la mirada . A su lado parecía estar la puerta de la vez anterior. Sabía que esa no era la solución; no estaba dispuesta a repetir un error y que aquel bucle comenzara de nuevo. Intentó buscar otra forma de salir de allí cuando una voz masculina la sacó de sus pensamientos:
—No seas tímida, aquí hay hueco para una princesa más. —Aquellas palabras le produjeron escalofríos, pero qué podía hacer. Tampoco tenía otra opción.
Ella asintió y, sin saber muy bien qué hacer, se acercó a la cama. Había dado un par de pasos cuando se dio cuenta de que ya conocía aquellos cuerpos y que no era la primera vez que los veía desnudos y sudorosos, entre las sábanas.
Era cierto, ahí había empezado todo. Por eso había decidido aceptar la estúpida propuesta de la gata.
Aquel día todo parecía que iba bien, había terminado de preparar todos los envíos que tenían que hacer en el almacén, el capullo de su jefe la había dejado salir antes y coincidía que su novio estaba de paso por allí. Qué más podía pedir, ¿verdad? Pues quizás, no habérselo encontrado tirándose a una de sus compañeras.
Pero aquello, aunque pareciera irónico, no era lo más importante, ¿Qué hacía Asier allí? Y además, ¿por qué la estaba tratando como a una desconocida? Estaba claro que mientras le metía la lengua a su compañera mucho no se acordaba de ella, pero ¿ahora? ¿Asier? ¿Haciendo un trío?
A ver, ella estaba bastante satisfecha con su novio. Bueno, tenía que dejar de llamarle así. Él nunca había sido la cosa más pasional del mundo. Siendo sinceros, era más bien paradito y, sobre todo, no era innovador. Al parecer, la infidelidad no era lo único que desconocía de él.
Volviendo a la cama, ¿qué hacía ella también allí? Intentó mantener la calma. Asier, Blanca y… ¿ella?, habían vuelto a la acción. Estaba tardando demasiado. Tenía que pensar algo, y unirse era la única solución.
Una idea pasó por su mente mientras se desvestía. Empezaría a liarse consigo misma. Es verdad que era raro, pero quizás sería lo menos incómodo teniendo en cuenta que no le apetecía probar la nueva versión empotradora de su exnovio ni entregarse a la pasión con una exgata.
Y así lo hizo, si se puede llamar a eso hacerlo. En cuanto le acarició la piel, desapareció aquella versión de sí misma, cosa que no percibieron los demás componentes de aquella cama. No tenía escapatoria: volvían a ser tres y acababa de empezar a ser el centro de atención.
Por algún motivo, aquella situación se estaba empezando a volver agradable, quizás demasiado. Por un momento, incluso dejó de pensar: estaban pasando y haciendo cosas que no creía posibles, pero que no le sentaron nada mal. Daba la sensación de que su racionalidad se había esfumado con los besos y las caricias. Cada parte de su cuerpo estaba siendo atendida por sus dos acompañantes, y tampoco quería apresurarse a renunciar a ello. ¿En qué otra situación iba a verse así?
Pero Blanca no parecía pensar lo mismo cuando decidió centrar toda la atención en Asier y descender por su cuerpo a besos. Una parte de Victoria se encendió, pero esta vez, no era precisamente el deseo. ¿Qué le estaba pasando? No lo sabía, pero quería que parasen. No aguantaría mucho más viendo cómo Blanca y Asier…, en fin, no quería seguir viendo eso. Aquello sirvió para que sus ideas se aclararan y volviera al plan inicial.
A su lado había una serie de lazos rojos y un antifaz, que por todas aquellas novelas «románticas» que había leído, sabía muy bien cómo usar. Ataría a Asier a la cama y así podría ganar tiempo, y sobre todo haría que ellos dos, bueno, parasen.
Apartó suavemente a Blanca de encima de Asier, a quien cubrió los ojos con el antifaz. Una vez con ellos tapados, y sin dejar aquel juego que habían empezado de caricias y besos, Blanca le guiñó el ojo. Pudo ver entonces que aquella mujer no era una versión, pues parecía saber cuáles eran sus intenciones. Daba la sensación de que la ayudaría. Ambas ataron al hombre que yacía en la cama.
Quizás no le habían atado de la manera más seductora; Blanca no era conocedora de esas técnicas. Si salían de esta, le recomendaría alguno de sus libros favoritos. No obstante, esperaba que fuera suficiente para poder escapar. Ahora, solo tenían que descubrir cómo.
—Mmm, mis chicas malas. Cómo me gusta cuando os ponéis así.
Ellas se acercaron y continuaron. No podían dejar que él sospechara, eso solo complicaría las cosas. Esta vez la idea fue de Blanca, quien volvía a estar encima de Asier mientras besaba a Victoria.
—Su nombre, tenemos que descubrir su nombre —dijo con los labios demasiado ocupados como para que Asier la escuchara.
Fue entonces el turno de Victoria, quien gritó con todas sus fuerzas.
—¡ASIER!
¿Cómo no se le había ocurrido antes?
Una puerta, se dibujó en la pared y ambas corrieron en su dirección. Victoria llegó al umbral. Blanca estaba a punto cuando ambas advirtieron que Asier se había desatado y corría hacia ellas. Sabían que no las dejaría escapar.
Blanca frenó en seco y se giró. Asier iba a alcanzarlas; por su culpa, Victoria estaba allí. Ahora tenía que salvarla.
—Vete sin mí. Yo me encargo.
Unos brazos tiraron de ella.
—Yo sola no puedo.
Eran los brazos de Victoria. ¿Habría sido suficiente?
Las dos mujeres tiraron la una de la otra con todas sus fuerzas, con cada fibra de sus cuerpos y con todo el empeño de sus voluntades puesto en escapar de allí. Una mano de Asier trató de detenerlas, pero el agarre no fue firme y no logró retenerlas.
Atravesaron la puerta lanzadas, aterrizando en un enredo jadeante del que necesitaron unos momentos para desenredarse. Después, en un arrebato tan repentino como liberador, Blanca rompió a reír y Victoria se contagió, con carcajadas nerviosas que duraron hasta que se quedó sin aire.
—¿Dónde estamos? —preguntó Victoria en cuanto pudo hablar, aún esforzándose en respirar a un ritmo normal.
—¿Sinceramente? —Tras dejar de reír, Blanca se apartó varios mechones rubios que le caían sobre los ojos y se puso en pie con algo de dificultad—. No tengo ni idea. No hay nadie intentando matarnos, me conformo con eso.
Se encontraban dentro de la casa, eso era lo único que Victoria tenía claro. Parecía un vestíbulo mal iluminado, amplio y de paredes frías, pero no recordaba haber pasado por allí o que alguna de sus versiones lo hubiera hecho. Se acordaría de la escalera central, enorme y cubierta por una alfombra granate que había visto días mejores. Se acercó para verla con más detalle. El pasamano olía a metal viejo y aún se veían unas pequeñas gotitas marrones que no habían limpiado bien. Todo aquello llevaba allí desde tiempos inmemoriales, y algo le decía que no era la única que había caído en la trampa de internarse en la casa.
—¿Y ahora? —preguntó mirando hacia lo alto de las escaleras. Estas se curvaban hacia la izquierda y no se veía adónde llegaban.
—Sigues haciendo preguntas estúpidas. Solo hay un camino.
—Ya no me fio de nada —se excusó Victoria, y siguió los pasos de Blanca escaleras arriba.
—Y haces bien —respondió su compañera, quien avanzaba con decisión.
Los peldaños continuaban sin tener fin. Tras subir al primer piso, se enroscaban hacia el otro lado y seguían subiendo. Curva tras curva, vuelta tras vuelta, seguían ascendiendo, y Victoria ya no sabía dónde estaban, ni tampoco intentaba saberlo. Había aprendido, bastante por las malas, que si la casa no le ofrecía alguna alternativa era porque no la había.
La ascensión no había terminado cuando llegaron a la encrucijada que Victoria estaba esperando, aunque en su fuero interno deseaba no encontrarla nunca. Un pasillo estrecho, apenas suficiente para una persona.
Pasó al lado de la exgata y se internó en él. Apenas había dado tres pasos cuando se topó con una puerta. Esta vez no dudó al extender la mano hacia el pomo, pero este no cedió en ninguno de sus intentos por abrirla.
—Qué raro —dijo, aunque luego no respondió a las preguntas de Blanca.
En el pasillo no había ventanas y hasta la puerta no llegaba casi nada de la luz que iluminaba la escalera. Por eso deslizó las manos por toda la superficie. Estaba muy fría y era lisa excepto por unos huecos que encontró bajo el pomo, en el lugar que sería para la cerradura.
Se arrodilló para intentar verlo mejor. Deslizó despacio los dedos por allí y esos extraños símbolos que recordó haber visto en otras puertas dejaron de serlo para formar una única e inconfundible palabra: Blanca.
—Aquí pone tu nombre —le dijo a la otra mujer, que estaba apoyada detrás de ella tratando de ver lo que veía ella.
Cambiaron de posiciones para que Blanca pudiese comprobarlo por sí misma.
—Es verdad —dijo sorprendida, y luego se incorporó.
La puerta se abrió con docilidad en cuanto rozó el pomo.
—Creo que es para mí. Solo para mí —añadió, aunque no hacía falta: Victoria también había llegado a esa conclusión—. Gracias. Por no dejarme atrás —especificó Blanca, y Victoria se encogió de hombros para no darle importancia—. No todas lo hubieran hecho.
Las dos supieron que esa última frase era una certeza más que una suposición.
—Tú también me has ayudado —dijo sin saber muy bien cómo actuar. Nunca se le habían dado bien las despedidas, pero quedarse en silencio le resultaba demasiado incómodo.
Le dio la impresión de que Blanca iba a decir algo, pero esta terminó por menear la cabeza con los ojos brillantes. Después giró sobre sus talones y dio el primer paso hacia la puerta. Victoria se quedó esperando hasta que Blanca desapareció al otro lado. No había podido ver nada de lo que le esperaba allí, solo una impenetrable luz blanca que la cegó un poco, pero a juzgar por la sonrisa que puso Blanca cuando la abrió, no había sido así para ella.
Se sintió más sola incluso que la primera vez que recorrió unos pasillos similares y a la vez muy distintos. La caminata no duró tanto, o al menos se le pasó mucho más rápido que antes. La siguiente puerta apareció de frente, en el final de las escaleras. Era muy parecida a la de Blanca, por eso lo supo antes de comprobarlo.
Era su puerta, la que llevaba grabado su nombre; la que reconoció su contacto y se abrió en cuanto tocó el pomo.
Unos pocos pasos y un vistazo rápido bastaron para reconocer a la perfección dónde estaba. Hacía años que había dejado esa casa atrás, y esa vida también. Los pelos se le pusieron de punta y todos los recuerdos cayeron sobre ella como una losa. Estaba en la habitación de su infancia. Se centró en la litera y, cuando vio que una pequeña forma la miraba desde arriba, su cuerpo entero se paralizó.
―¿Qué haces tú aquí? ―dijo la voz de arriba. Era Lura, su hermana mayor—. Te dije que durmieras en casa de tu amiga, hoy papá iba a…
El sonido de la motosierra comienza a escucharse más y más cerca cada vez.
—Venga, escóndete bajo la litera, ¡rápido! —susurró Lura intentando no llamar la atención.
Victoria hizo caso a lo que su hermana le pedía sin rechistar. La motosierra se acercaba, y ninguna de ellas podía detenerla. El corazón de Victoria comenzó a acelerarse, al igual que su respiración, y puso la mano sobre su boca para no emitir ningún sonido que alertara al hombre de su presencia. La motosierra dejó de escucharse; sin embargo, unos pasos fuertes y constantes ocuparon su lugar. Victoria oyó cómo esos pasos se acercaban más y más hasta que quedaron frente a ella. No sabía qué hacer, y permaneció en silencio, pero asomó un poco la cabeza por debajo del somier. El hombre no llevaba una motosierra, sino un cuchillo de largas dimensiones. Los ojos de Victoria se agrandaron y, cuando escuchó cómo el arma atravesaba el cuerpo de su hermana mayor, lo único que pudo hacer fue llorar en silencio. Los gritos agónicos de Lura se le clavaban como si ella misma estuviera siendo acuchillada.
Debería haber hecho caso a lo que ella le dijo, porque, de algún modo, sabía que esa noche sería la última. Permaneció en silencio hasta que el hombre se alejó de ella y se fue por el pasillo. Estremecida, salió de debajo de la litera y, con las manos temblorosas, se acercó al pomo de la puerta, dio unos cuantos pasos y la cerró.
—Te dije que sería un proceso duro para ti. Concédete unos segundos para volver y saber dónde estás.
Victoria abrió los ojos de golpe, mirando a todas partes, pero sin ser capaz de centrarse en nada. Estaba tumbada en medio de una habitación decorada con colores claros y varias plantas. A su lado, una mujer con un cuaderno entre las manos le sonreía.
—No-no-no entiendo, ¿qué acaba de pasar? ¿Dónde estoy?
—Estás en mi consulta, a salvo —dijo la mujer—. Victoria, acabas de rememorar el peor recuerdo que te atormentaba desde pequeña. No has podido avanzar con tu vida durante todo este tiempo porque tú misma te pegabas hachazos, impidiéndote seguir adelante. Ahora que sabemos la causa, podremos tomar medidas, ir a cursos, e incluso a rehabilitación…
Victoria dejó de escuchar esa voz que tanto le sonaba, pero que aún no era capaz de identificar. Miró una vez más a su alrededor y, cuando vio que un gato negro descansaba a los pies de la mujer, suspiró aliviada. Sin mediar palabra, se levantó de la cama y se acercó a la gata para acariciarla.
—He descubierto la historia. He vuelto a mi vida real —le susurró Victoria.
—Niña estúpida —contestó la gata.
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