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lunes, 7 de febrero de 2022

Un mundo oscuro (prólogo)

(Este es el prólogo de la novela que estoy escribiendo, «Un mundo oscuro». Es un buen punto para empezar a meteros en este universo. Poco a poco os iré contando más en esta sección)

—No hemos comenzado bien, Calvin. No, creo que deberíamos volver al principio.

Alecto Erinia golpeteaba juguetona con el miembro la cara del hombre maniatado, dejando marcas rojas allí donde le tocaba.

—Se podría decir que hemos empezado con mal pie, ¿verdad?

Se alejó un metro hacia una mesa plegable llena de objetos puntiagudos y lo dejó a un lado. Muchos de ellos brillaban al reflejo de la luz cálida del salón de Calvin, aunque otros permanecían oscuros, húmedos, usados. Pareció dudar entre varias opciones hasta que una sonrisa traviesa asomó a su rostro mientras cogía un aparato metálico que aún no había traído al juego. Lo fue pasando de mano en mano varias veces y entonces se volvió hacia él.

—Esto se llama «aplastapulgares». Me encanta el nombre, tan descriptivo. No deja lugar a la duda, ¿verdad? Uno sabe exactamente para lo que sirve solo con escucharlo. Nada que ver con otros inventos tan imaginativos como la «cigüeña» o la maravillosa «doncella de hierro». ¿Qué hacen? ¿Quién sabe? Este aparato, sin embargo, te dice todo lo que necesitas saber. ¿Qué te parece si jugamos con él un rato?

Calvin no consiguió articular más que unos leves gemidos. Ya casi no le quedaban fuerzas. Para su pobre mente quebrada tal vez habían pasado días, semanas o minutos. No había forma de saberlo. Ahora, según aumentaba la pérdida de sangre, se iba alejaba poco a poco del dolor. Ya no sentía tanto como al principio. 



Aunque Calvin ya no podía entenderlo, solo habían pasado un par de horas desde que Alecto llamó al portero de la puerta de su casa pidiendo usar el teléfono para llamar a una grúa. Tenía el coche averiado, decía, y no podía quedarse en aquel lugar, de noche, con la que estaba cayendo. El hombre había suspirado. Habría querido pasar el día de lluvia al fuego de la chimenea, caliente, fumando en la pipa que le habían traído sus nietos unos meses antes, leyendo un libro (¿Moby Dick de nuevo, quizá?) y no hacer nada más. Descansar y vaguear. ¿Para qué están los fines de semana, si no es para disfrutarlos?

Calvin no había sospechado nada cuando le dijo que no tenía teléfono móvil. ¡Pero si él tampoco tenía uno! ¿Quién quería tener uno de esos instrumentos diabólicos que no dejaban de sonar?

Tampoco había visto raro que hubiera ido directa a su casa en lugar de llamar a la puerta de la media docena de chalets que debería haber encontrado entre la carretera y su casa. Al fin y al cabo, ¿no era la suya mucho más vistosa y estaba mejor decorada? 

Quizá el hecho de que estuviera seca en la imagen de la pantalla, en medio de una lluvia torrencial, debería haber hecho que se encendieran todas las alertas. Pero para ese momento él ya estaba pensando en la taza de chocolate caliente que iba a preparar para esa pobre muchacha. No, si él podía evitarlo, no se quedaría en el frío de la noche. No le habían educado de esa forma.

Así que había abierto la puerta de la calle y, cuando volvieron a llamar en la puerta principal, no se lo pensó dos veces y la recibió con una gran sonrisa en la cara y una apetecible manta en la mano. 

A lo largo de la historia ha habido muchas personas sorprendidas por diferentes situaciones. Quizá por un chiste, quizá por una palabra, quizá por una traición. Pocas, sin embargo, como Calvin cuando lo primero que entró por la puerta fue un puño tan duro como una pared que se estampó contra su mandíbula y le saltó un par de dientes mientras caía hacia atrás. Se golpeó la nuca contra el suelo con fuerza, pero el grueso tapiz sobre la que solía caminar descalzo amortiguó el golpe. Sin tiempo de darse la vuelta, una fuerte patada lo golpeó en las costillas y lo lanzó rodando por la habitación, dejando un rastro de baldosas carmesí sobre la alfombra verde agua.

La mujer siguió el camino y lo arrastró hasta una butaca gruesa que situó en el centro de la estancia. Ató a Calvin en un momento, piernas y brazos. No se molestó en taparle la boca así que él tampoco se molestó en dejar de gritar de dolor. ¿Dolor? Aún no sabía lo que era el dolor. La mujer cogió una silla sencilla que había en una esquina de la sala, la puso con el respaldo hacia él y se sentó a horcajadas apoyando los brazos sobre el respaldo. Durante unos segundos que parecieron horas se le quedó mirando a los ojos.

—Hola Calvin. Me llamo Alecto. He venido buscando cierta información que solo tú puedes darme. Es vital que la consiga cuanto antes, no puede haber retrasos, ¿verdad? Así que necesito que contestas a mis preguntas. Sí, ya sé que aún no he hecho ninguna. Solo estoy poniendo las bases de lo que puede pasar. Verás, tengo muy poca paciencia con los interrogatorios. Me aburro enseguida y entonces tengo que entretenerme de alguna manera. ¿Me entiendes?

—Pero… Pero señorita, yo no sé nada…

Alecto se levantó y apartó la silla a un lado. Muy despacio, recreándose para su público, salió de la vivienda y volvió a entrar con dos bultos. Uno era una mesa que desplegó delante de la butaca. El otro era un saco lleno de brillantes herramientas metálicas que fue colocando de forma metódica en el tablero. Cuando acabó, cogió un martillo y con él golpeó con fuerza el pie del cautivo hasta que se le rompieron todos los huesos.

Calvin aullaba, sus ojos se le desencajaban y parecían querer escapar de todo aquello, la mandíbula torcida en una cara que asemejaba más la de un animal que la de un ser humano. Entre la bruma del dolor, vio cómo ella se levantaba y buscaba algo más grande aún dentro de la diabólica bolsa. Durante un segundo el tiempo se detuvo en su incredulidad ante lo que estaba viendo. Después se puso a llorar suplicando.

—Creo que no me escuchas cuando hablo. He dicho que me aburro. Me aburro cuando tengo que decirte que hables cuando te lo diga y calles cuando te lo diga. ¿Acaso no es obvio? ¿Es que te he dicho que abras la boca? Me aburro cuando explico cosas que un niño de cinco años sabe desde pequeño: «solo habla cuando te lo digan». Y como me aburro, me tengo que entretener, ¿verdad?

Los ojos se le iluminaron mientras levantaba el hacha y lo descargaba con fuerza sobre el pie aplastado, que salió volando cuando de un solo tajo cercenó piel, músculos, tendones, hueso. Empezó a salir sangre a borbotones por el tobillo hasta que ella apareció con un soplete de la bolsa y cauterizó la herida en un momento. El olor a carne quemada inundó rápido la estancia tapando por completo otros aromas, como el de la sangre derramada, el sudor que salía por todos los poros de Calvin o la peste que había empezado a formarse cuando se le soltaron los esfínteres de golpe con la caída del hacha.

—Ahora vamos a hablar de verdad. Ahora yo voy a preguntar y tú vas a responder. ¿Verdad, Calvin?

Él asintió ansioso, los ojos fijos en los suyos buscando agradar, darle cualquier cosa que ella quisiera, con tal de que acabase con el dolor.




—No hemos comenzado bien, Calvin. No, creo que deberíamos volver al principio.

—Voy a decirte cómo vamos a jugar a este juego. Te voy a poner este bello instrumento en un dedo y, dependiendo de tus respuestas, lo apretaré o lo soltaré. ¡Ah, pero vamos a hacerlo más divertido! Voy a sacar unos cuantos más… Déjame ver… Así mejor. Te voy a poner uno en cada dedo de la mano derecha, así puedo girarlos todos juntos. ¿Qué te parece? Lo más, ¿verdad? ¡Qué imaginación tenéis en tu mundo para la tortura!

»Vamos allá. Estoy buscando a un hombre. Estuvo viviendo en la casa de al lado un tiempo hasta que se fue. Y ahora me vas a contar todo lo que sabes sobre él.

»No te dejes nada. O me aburriré.

Diez minutos después, Alecto tenía ya toda la información que podría conseguir. Limpió sus herramientas con esmero y las guardó todas dentro de la bolsa negra, incluido el hacha. Dobló la mesa y la introdujo también en ella, que no parecía haber aumentado de tamaño. La cogió, la dobló por la mitad y se la colgó a la espalda como si fuera una mochila medio vacía, sin ningún esfuerzo. Por último, fue a la cocina, abrió el gas a tope y dejó encendida una vela.

—Adiós Calvin. Lamento todo esto, pero era necesario, ¿verdad? Míralo por el lado positivo, solo te quedan unos minutos hasta que esta horrenda pesadilla acabe y despiertes. En algún sitio, supongo. O no. Adiós.

De pronto, empezó a desvanecerse en el aire, a borrarse, desdibujarse, como si no hubiera estado nunca allí. Los ojos, esos ojos demoníacos, brillantes como dos faros en la noche, fueron lo último en desaparecer. Luego, el silencio y el creciente olor a gas lo inundaron todo.

Por fin podría descansar. No quería sufrir más. Solo quería dormir y…

La casa estalló en llamas y se lo llevó de golpe. Ardió hasta los cimientos y las casas vecinas solo se salvaron por la salvaje tormenta que las rodeaba. 





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