(Este es un relato escrito entre varias personas. Cada una ha trabajado una parte diferente, con su propio estilo, pero todas han contribuido a que sea un gran relato. Se irá publicando cada día un relato y, a final de mes, se publicará el relato completo. Se puede seguir la serie de relatos aquí: Truculentas)
Se movía con agilidad por la pista, cambiando de pareja al son de la música. Aquella canción tenía un ritmo tan alegre y pegadizo que invitaba hasta a los mayores aristócratas a acercarse a la pista y bailar con aquellos de menor clase social.
Debido a las costumbres, la coreografía no permitía a los bailarines más que un mínimo contacto entre ellos: un ligero roce de manos o el amago de agarrarse por la cintura. Sin embargo, esto no era un impedimento para que la joven llevara a cabo su cometido.
Había conseguido mimetizarse a la perfección, a pesar de que sus ropajes fueran más sencillos que los del resto de las invitadas. No llevaba más que un vestido verde kaki sin apenas adornos y su larga melena negra recogida en una trenza pegada, decorada con una fina diadema de color bronce. No llamaba la atención y sabía que, al día siguiente, nadie se acordaría de ella.
Nadie, excepto yo.
En cuanto la vi, supe que se había colado en la fiesta. Estuve atenta a todos los invitados que habían sido presentados a su entrada, y ella no era una de ellos.
La observé durante toda la velada, apenas probó bocado de los manjares expuestos en las mesas que se hallaban en los laterales de la gran sala. El resto de los invitados no desaprovechaban la oportunidad de comer a dos carrillos y vaciar las copas de vino, para luego excusarse, vomitar todo el contenido de sus estómagos y repetir la operación. Aquello era una de las cosas que más me enfermaba de la sociedad en la que me había tocado vivir: personas adineradas desperdiciando comida mientras había gente muriéndose de hambre en las calles.
Por eso supe que ella no pertenecía a nuestra sociedad. Por eso supe que, en realidad, era una plebeya.
La música cesó, los invitados aplaudieron y los bailarines hicieron una reverencia a la pareja que había quedado frente a ellos. La chica también se inclinó. Cuando volvió a erguirse, nuestras miradas se cruzaron y supo que la había descubierto.
Actuando con naturalidad, se despidió del hombre que tenía delante y se alejó despacio.
Sin dudar un solo instante, fui tras ella. Tuve que esquivar a varios de los invitados, disculpándome ante aquellos que intentaron retenerme para darme la enhorabuena, pero no podía quedarme a charlar. La chica era muy escurridiza y, si la perdía de vista, sabía que no la volvería a encontrar jamás.
Cuando llegué al balcón por el que intentaba escapar, vi que estaba mirando hacia abajo, apoyando y sacando más de la mitad de su cuerpo por la balaustrada. Parecía que estuviera hablando con alguien.
—¿No se queda un rato más? La fiesta no ha hecho sino empezar —dije desde el arco de piedra.
Ella, lejos de sobresaltarse, se giró con una sonrisa.
—No es de mi agrado estar rodeada de tanta gente desconocida.
—Me cuesta creerlo teniendo en cuenta que ha bailado con casi todos los invitados.
Se encogió de hombros.
—Ya que he venido a un baile, habrá que bailar, ¿no cree?
—Sí —respondí con calma—, pero usted ha hecho algo más que bailar con los invitados, ¿me equivoco?
Me dedicó una sonrisa inocente. Una sonrisa preciosa aderezada con una mirada viva e inteligente.
—No me importa lo que les hayas robado al resto, pero ese reloj que le has quitado a mi hermano tiene un especial valor sentimental, y te agradecería que me lo devolvieras.
—¿Qué reloj?
Acorté la distancia que nos separaba dando dos zancadas y, antes de que se diera cuenta, saqué un antiguo reloj de bolsillo de uno de sus escondites.
—Puedes quedarte con el resto. Pero esto me lo llevo—dije seria.
Nos mantuvimos la mirada unos instantes. Me pareció que sus labios se intentaban curvar en una pequeña sonrisa de admiración y sorpresa, pero en ese instante, alguien me llamó y me giré para ver a mi hermano salir al balcón.
—¿Marian? ¿Qué haces aquí afuera?
—Estaba hablando con… —Al volverme, comprobé que estaba sola. La joven había desaparecido aprovechando mi descuido. Tras un segundo de confusión, volví la mirada a mi hermano—. Nada, da igual. ¿Querías algo?
Charles, o Charlie como le llamaba yo, me miró suspicaz.
—Es hora de tu discurso —informó.
Hice un mohín, odiaba hablar en público.
—¿Estás seguro?
—Claro, son cerca de las… —calló al ir a echar mano a su bolsillo y comprobar que no llevaba el reloj encima. Un fugaz gesto de pánico cruzó su semblante.
—Se te ha caído mientras bailabas —dije poniéndole el reloj en la mano y entrando de vuelta a la sala de baile.
La chica se deslizó por una cuerda que había dejado preparada en caso de tener que realizar una salida rápida. Era la más importante de las reglas que seguía para asegurar su supervivencia en aquel mundo: espera lo mejor, pero prepárate para lo peor. Tenía otras dos salidas diferentes listas para ser usadas, pero el balcón era la más cercana en aquel momento.
En cuanto llegó al suelo se deshizo del vestido. Debajo llevaba ropa una deportiva oscura, sin distintivos. Al girar la esquina arrojó a una papelera la peluca negra y su media melena pelirroja afloró libre, revuelta por la brisa nocturna. Se puso un gorro y empezó a trotar, como tantos otros que corrían por aquella zona de la ciudad.
Mientras se alejaba del palacete, recordó a la mujer que la había descubierto. Era diferente del resto, se había dado cuenta mucho antes de que se cruzaran sus ojos. Miraba con desaprobación los excesos de la gente que la rodeaba, con asco. Si la noche hubiera sido más larga, probablemente habría acabado bailando con ella también.
¿Por qué no la había denunciado? El robo en una fiesta de los Primados era una condena a muerte segura y el encubrimiento tenía la misma pena. Había arriesgado su vida por ella, una ladrona. ¡Y le había hecho devolver el reloj de su hermano!
Se dirigió hacia Exclusión, el distrito donde podría llevar a cabo sus negocios con cierta tranquilidad. Allí podías acabar con una daga en la espalda o el cuello abierto de lado a lado, pero al menos nadie pretendía ser mejor que tú. No era un gran consuelo.
En cuanto llegó a la tienda de telas echó un vistazo alrededor. No había nadie. La noche era peligrosa en aquella zona y allí nadie necesitaba correr para perder peso. Apartó el tercer rollo de tela y se coló en un instante por la entrada a la parte de atrás del negocio. La venta de tejidos era bastante lucrativa por sí misma, pero la compraventa de artículos de origen desconocido lo era aún más, y mucho más divertida, como solía decirle Mercator. Aquel día tenía prisa, así que dejó la bolsa con la mercancía en una esquina y puso al lado una pluma azul, de un martín pescador, para que supiera que lo había dejado ella. Por la mañana harían cuentas.
Se deslizó por una trampilla oculta tras los troncos de la chimenea, hacia la extensa red de túneles que recorría todo el subsuelo de Exclusión. Todos conocían su existencia, pero pocos se atrevían a usarla. Se dirigió hacia el extremo sur, para salir por la Taberna de Silas, el usurero.
—Vaya, vaya. ¡Mira lo que tenemos aquí! Una señorita paseando sola por estos oscuros parajes… ¿Sabe que estos caminos están llenos de peligro? —dijo una voz detrás de ella. Oyó el roce de unas telas al moverse en la oscuridad.
—No tengo tiempo para jugar con vosotros. Voy con prisa. Otro día —dijo ella. Quería ser razonable, no había sido una mala noche.
—Cariño, creo que esto no es negociable —repitió la misma voz. En el tono se adivinaba una mueca divertida. Se oían tres respiraciones y de pronto una cuarta se juntó a ellos, acelerada.
—Veo que tendré que ocuparme de vosotros. Si alguno sobrevive, decid que Lady Alción os dio la oportunidad de alejaros enteros y la rechazasteis.
—¿Lady Alción? ¿Estáis locos? Yo - yo no quiero tener nada que ver. ¡Dejadla pasar, por la Ira! —La respiración acelerada ahora imploraba a sus compañeros.
—Me da igual quién seas. Esa noche vas a sentir mi acero, ¡en el cuello o entre las piernas! —chilló la primera voz. Se lanzó hacia ella, pero no llegó a dar más de dos pasos. Cayó al suelo con un estilete profundamente clavado en su garganta.
Otro se acercó, por un lado. Lady Alción desenvainó las dagas que llevaba ocultas en las piernas. Detuvo un torpe ataque por la derecha, se agachó y rajó las tripas del atacante de un solo tajo. En el silencio de la oscuridad se oyó el ruido de las tripas al caer de golpe al suelo, un sonido húmedo, acompañado del golpe seco del cuerpo sin vida. El tercero atacó con un hacha en cada mano. Ella detuvo a la velocidad del rayo los primeros golpes y una de las armas salió volando. Le pateó en el pecho con fuerza y, mientras retrocedía, la mujer guardó una de las dagas, cogió al vuelo el arma, giró sobre sí misma para coger impulso y la lanzó con puntería letal. La cabeza cercenada rodó por el empedrado varios metros.
Ella se incorporó despacio mientras miraba hacia el que no había querido entrar en combate.
—Vete. Estás de suerte, hoy tengo prisa.
Antes de terminar la frase, el hombre había desaparecido.
Unos minutos después entraba en su habitación, por fin. Se desnudó para darse una ducha y recordó los ojos verdes que la habían mirado a través de la sala. ¿Quién sería?
Mientras se duchaba, la luz de la vela hacía brillar el diamante encajado en el broche que había birlado a esa mujer cuando se acercó a sacar el reloj de su bolsillo.
Furiosa. Una palabra que no bastaba para definir cómo me sentía mientras daba vueltas por la habitación como una fiera enjaulada. También me sentía estúpida, por no haberme dado cuenta de que la plebeya de la fiesta había jugado conmigo.
Debí haberla delatado. Un solo comentario mío hubiese significado su ruina, pero callé y así me lo pagaba. Robándome. Y yo, tonta de mí, había cometido dos errores más: no darme cuenta del robo hasta la mañana siguiente y haber perdido de vista lo que se suponía que nunca podía perder.
Me detuve frente a la ventana y apoyé las manos en el alféizar interior. Algo de aire fresco me vendría bien para despejar la mente, pero no se podía abrir. El mecanismo llevaba roto años y nadie se había dado cuenta. Podría haberlo dicho, pero a mi miedo a las alturas le parecía bien que siguiese así.
«Piensa», me regañé a mí misma. Tenía que arreglar el lío en el que estaba, ¿pero cómo?
«Encuéntrala. Recupera lo que es tuyo». Era más fácil decirlo que hacerlo, pero era la única alternativa posible. Confesar a la Madre Guardiana que había perdido el broche, el que me confió para probar mi valía como heredera de la familia May, no era una opción. Tampoco lo era dejar que una ladrona listilla desatase la maldición que contenía el diamante.
Más calmada al haber tomado una decisión, me remangué y me puse manos a la obra. No sabía nada de la chica, solo su aspecto, y tampoco podía ir por las calles preguntando si alguien la conocía. Llamaría mucho la atención que alguien como ella se mezclase de repente con los plebeyos. Pero tenía otros trucos con los que la mayoría de la gente ni soñaba.
Sonreí, cada vez más confiada en que iba a solucionarlo, y miré el anillo que decoraba mi meñique izquierdo. Hacía más de un año que lo llevaba y ya estaba acostumbrada a su peso y apenas lo notaba, solo cuando las miradas de los demás se posaban en él y me recordaban su existencia. La fina banda de metal estaba engarzada con pequeñas piedras preciosas, ninguna tan ostentosa como el diamante del broche, cuyo valor iba mucho más allá del que podrían alcanzar en el mercado orfebre.
Accedí al poder que contenían sin apenas esfuerzo, aunque sí tuve que concentrarme en no tomar más del necesario. La tentación era un peligro sobre el que me habían advertido desde niña, era la primera lección que recibían todos los herederos. Corté la conexión con las joyas y, guardando el poder bajo mi propia piel, levanté el tablón suelto que utilizaba como escondite secreto.
Allí, en una caja que perteneció a mi madre, guardaba mis pequeños tesoros. Después de rebuscar un poco, saqué uno de los artefactos. Estaba hecho con diversos trozos de metal y su forma recordaba a una araña retorcida, sobre todo los alambres que había utilizado a modo de patas.
Lo coloqué en mi palma, cerré los ojos y dejé que el poder fluyese de mí hacia la araña de metal. Sentí frío a la vez que me quemaba la mano, una sensación a la que aún seguía sin acostumbrarme, y solté la araña lo más rápido que pude.
El bicho metálico se agitó y se sacudió, comprobando que todo funcionaba bien, y después clavó en mí unos ojos inexistentes. Me estaba comparando con las dos imágenes que había fijado en su interior: la del broche con el diamante y la de la chica que lo había robado. Me descartó con rapidez y se desplazó hacia la puerta. Ahora estaba cerrada, pero cuando la abriese mi pequeña araña partiría en busca de alguno de los dos y no se detendría hasta llevarme hasta ellos.
—¿Marian? ¿Estás lista? —Charlie golpeó la puerta e hizo que me tensase de golpe. Últimamente nuestra relación se había vuelto más formal, más distante, de una forma que odiaba y a la vez no sabía cómo revertir. Tenía que ocuparme de ello, pero de nuevo lo relegué a un segundo plano, para cuando tuviese tiempo de hacerlo en condiciones.
—Enseguida estoy —contesté mientras me apresuraba a prepararme.
Le dirigí una última mirada a la araña, que ya esperaba impaciente junto a la puerta y la abrí, distrayendo a mi hermano con una sonrisa y un comentario tonto sobre lo bien que le quedaba el traje. El artefacto metálico pasó junto a sus pies sin que Charlie lo notase y enseguida se perdió por el pasillo para ser mis ojos y oídos allí donde yo no podía llegar.
Unos días después, desperté sobresaltada de las escasas horas de sueño que apenas conciliaba cada noche. El corazón, que ya me latía a mil por hora, se aceleró cuando distinguí en la oscuridad el tacto sobre la piel de unas inconfundibles patitas metálicas.
No me sorprendió comprobar que había vuelto a colarse en mi tienda, pero no dejaba de fascinarme la habilidad con la que apenas dejaba rastro de su presencia.
—Ah, este pajarillo inquieto, nunca se sabe cuándo va a aparecer, pero siempre trae bonitos presentes —me decía jugueteando con la pluma que siempre me dejaba.
Abrí la bolsa con la curiosidad habitual. Mi cabeza sabía ya a quién iba a colocarle cada objeto que sacaba: esta pulsera le gustará a la Juanita, que le gusta aparentar; este reloj para el Carmelo, que se hizo un traje con bolsillo como si eso disimulara la baja calidad de la tela.
En ese análisis y reparto de la mercancía estaba cuando algo se me clavó en la palma de la mano.
—¡Pero qué coj…! —El asombro ante lo que estaba viendo me cortó el grito. —¿Pero qué narices es esto? ¿En serio, Pajarillo? ¿Una baratija de alambre?
Miré con detenimiento lo que quiera que fuera eso, esa especie de bichito extraño hecho por un niño, de eso estaba seguro. De lo que no estaba seguro ni contento era de cómo habían podido colarle semejante juguete al pajarillo.
Unos golpes impacientes en la puerta hicieron que lanzara el cacharro al fondo del cajón de mi mesa y lo cerrara de golpe, como si así fuera a calmar mi frustración.
—¡Voy, ya voy! —grité a quien quiera que estuviera llamando.
—Vamos, señor Mercator, ¿cómo es que todavía está cerrado? —me soltó así, de buenas a primeras, en cuanto abrí la puerta.
—¿Cuál es la urgencia, señora Mara? —dije cediendo a los empujones poco delicados que me daba la mujer para abrirse paso.
—¿Es que tiene que haber una urgencia para que abra su negocio a la hora debida?
—Bueno, ¿y qué le trae por aquí? —Me negué a volver a discutir con doña Prisitas.
—Pues verá —dudó un momento, lanzó miradas aquí y allá asegurándose de que nadie podía oírla, como si no supiera que estábamos solos. Esa mujer tenía el don de acabar con mi paciencia—. Se comenta que, bueno, digamos que ha pasado algo en el baile de los Primados y, verá, yo me preguntaba si quizá usted…
—Muchos rodeos está dando, señora, y no sé si me termina de gustar lo que está insinuando. —La miré poniendo mi mejor cara de indignado—. Vamos, desembuche, ¿qué se comenta? —dije remarcando la última palabra.
—¡Oh, vamos, no se haga el sorprendido! Lo del baile… los robos… —bajó el volumen. Cotilla, pero discreta: era todo un personaje.
—Ah, ¿sí? ¿Y quién comenta eso? —No había secretos en el barrio.
—Toda Exclusión lo comenta, no me creo que no se haya enterado.
—Señora, yo me meto en mi casa y en la de nadie más. ¿Y qué tiene que ver ese cotilleo conmigo? —La situación empezaba a incomodarme de verdad. Que un golpe tan grande estuviera en boca de todos tan pronto no podía ser buena señal, y que esa señora estuviera hablándome de él de buena mañana, tampoco.
—Mire, señor Mercator, déjese de disimulos, todo el mundo en Exclusión sabe que usted mueve… digamos… mercancía de dudoso origen. Yo lo que quiero, es un algo para el cuello, ya sabe, una cadenita de esas finas que llevan las señoronas distinguidas. ¿Cómo las llaman?
—¿Una gargantilla? —¿En serio estaba pidiéndome una joya así, como por encargo y con toda la naturalidad del mundo? No me lo podía creer.
—¡Eso, una gargantilla!
—Señora Mara, esto es una tienda de telas, no una jo…
—Basta de tonterías. —Me interrumpió sin contemplaciones, y con cierto aire de satisfacción como quien sabe que tiene razón—. Mire, usted véndame una cosa de esas bien bonita que pueda lucir en la boda de mi sobrina la Lupe, ¿se acuerda de la Lupe? Pues se nos casa la niña, y quiero darle en el hocico a mi cuñada. Menuda arpía, siempre con esos aires de grandeza, ¡quién se creerá que es!
La situación se estaba volviendo más rara por momentos.
Nunca había estado en aquella parte de la ciudad. Nuestra madre nos contaba que era como un agujero que absorbía todo lo bueno y dulce que existía en las personas, que las flores allí se marchitaban en contacto con el aire. Yo sentía los olores, los paladeaba, y no me gustaban.
Seguí el rastro de la araña y acabé con mis pies en la entrada de una tienda grande de telas con colores variados, pero de tejidos baratos.
El tendero mantenía una conversación en un tono de voz excesivamente alto con una mujer que respondía al nombre de Mara. En cuanto escuché que mencionaban “El baile de los Primados”, agudicé el oído. Estaba seguro de que había acabado en el sitio correcto.
Abrí la puerta consciente de que mi entrada llamaría la atención. Me había aburrido sobremanera de escuchar a la mujer hablando de todos sus familiares y fiestas. Como si esas fiestas tuvieran interés alguno.
Cuando las miradas se posaron en mí, dibujé mi mejor sonrisa, la del chico bueno que a todos les gustaba.
—¡Lord May! —balbuceó la señora mientras se llevaba una mano a la boca con gesto de sorpresa.
—Es un placer que esté en mi tienda —consiguió articular el vendedor. El brillo de sus ojos mostraba alegría por mi llegada, como era de esperar.
—Por favor —dije—. No hace falta que sean tan formales, pueden llamarme Charles —mentí. Adoraba que me trataran con el respeto que me merecía, pero era el bueno de la familia Guardiana y no pensaba salir de ese papel. Al menos, no por el momento.
—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó el hombre.
—Lo cierto es que, Mercator, me gustaría poder hablar con usted a solas sobre unos asuntos de gran importancia. No sé si será un mal momento.
Busqué con la mirada a la araña. Tenía que estar cerca. Luego posé mis ojos en la mujer.
—¿Le importa?
Ella asintió con la cabeza y sonrió. Al pasar a mi lado saqué un par de billetes de los que guardaba en el bolsillo. De los que apenas se veían ya circular por las calles.
—Para que pueda comprarse una gargantilla para la boda de su sobrina Lupe —dije al tiempo que guiñaba un ojo.
Ella agarró el dinero mientras me daba las gracias, se despidió de Mercator y salió feliz por la puerta. No me sorprendía, iba a contar una buena historia, una sobre el amable de Charlie ayudando a los demás. Como siempre hacía él.
Cerré la puerta del establecimiento en cuanto la mujer se marchó y le di la vuelta al cartel.
—Mejor tener intimidad, ¿no? —pregunté—. Como ve, me gusta viajar solo.
—¿Qué desea? —respondió Mercator con otra pregunta. Sus ojos ya no desprendían brillo, debía imaginarse que las cosas no iban a ser tan favorables como había pensado en un primer momento.
—Mire, mi hermana ha perdido un broche, uno importante. Ella cree que no pasa nada, que no me entero y que puede solucionar los problemas de la ciudad siendo amable, pero lo cierto es que no. A veces uno tiene que ser duro y mostrarse firme, sobre todo cuando se ríen de él.
—Disculpe, creo que no le entiendo.
—¿Sabe qué? La mano de un mentiroso crece de manera diferente a la de alguien que no miente.
Coloqué mi mano izquierda sobre la mesa y señalé los dedos índice y anular sobre la mesa.
—Estos dos dedos tienen el mismo tamaño —dije con seguridad al mostrárselos—. ¿Cómo son los suyos?
Mercator dudó, y después me miró a los ojos.
—Eso no puede ser.
—¿Está diciendo que miento? Imposible, ya lo ve en mis dedos, tienen la misma longitud. ¿Cómo le voy a mentir, si mi cuerpo dice lo contrario? Vamos, enséñeme la mano.
El hombre colocó su mano derecha sobre la mesa y suspiró al comprobar la longitud de sus dedos.
—Vaya, es usted un mentiroso.
—¡No! Usted ha dicho...
—Da igual lo que yo haya dicho, esa marca que tiene en la mano le delata —le interrumpí—. Es la picadura de una araña de mi madre. —Observé la herida, inconfundible—. Y está preparada para picar a la persona que se busca. Usted tiene el broche, es el ladrón y, como tal, debe ser castigado.
—¡No! —gritó casi con desesperación—. Es cierto que tengo joyas que no son mías, pero no el broche del que me habláis. —Sacó con torpeza una bolsa de tela y la colocó sobre el mostrador. Dentro había anillos, pulseras y relojes que recordaba de la fiesta, pero ni rastro del broche.
En realidad, me daba igual lo que le pasara a mi hermana. ¿No era Marian la heredera? Pues que se ocupara ella misma de sus problemas. Odié cómo mi hermana me había devuelto el reloj con tanta condescendencia. La quería, pero era imposible tratar con ella cuando defendía justicias imposibles y, que le hubieran robado el broche, me daba la razón.
—No quiero las joyas, quiero que me diga el nombre de la mujer que se las proporciona. —Mujer como la que había visto junto a mi hermana la noche de la fiesta y que aparenté no ver, al igual que hizo Marian.
—No sé quién me lo da, me lo dejan en la tienda junto con una pluma como esta —explicó nervioso mientras me la mostraba. Era azulada, pero con un tono tan ambiguo que podía ser iridiscente—. Yo no sabía que las joyas les pertenecían. El negocio no funciona todo lo bien que me gustaría y me aproveché de ello, pero le juro que no volveré a hacerlo. No diga nada, por favor.
Le miré apenado. Todo el mundo acaba suplicando, es algo que se repite en mi vida.
—Mire, le prometo que no voy a decir nada, pero esa araña es un peligro para la salud de las personas y puede llegar a matar si no se trata a tiempo. —Mostré un rostro preocupado mientras sostuve su mano derecha entre las mías—. La única manera de eliminar el veneno de la araña es cortar estas dos falanges —señalé en el dedo anular dónde debía de hacerse el corte—. Lo siento muchísimo, va a tener que hacer algo y deprisa.
Me fui dejándole con la duda en la cabeza. Supe que me había hecho caso cuando oí sus gritos de dolor al marcharme. ¿No me había dicho él que un mentiroso tenía los dedos de tamaños diferentes? Pues ahora recordaría que yo tenía razón.
«Mentir a un mentiroso no está mal», dije para mí mismo mientras me agachaba a recoger a la araña, que se había quedado atrapada entre las hierbas de un pequeño jardín. Debía de modificar al bicho antes de que le diera la información a mi hermana.
Tenía que encontrar a la dueña de esa pluma. Lo hacía por mi hermanita.
Ya habían pasado varios días desde nuestro encuentro y, aun así, no era capaz de olvidarla. Los ojos verdes se aparecían ante mí una y otra vez, como si quisieran decirme algo. Yo intentaba apartarla de mi mente, pero no había manera.
Subí las escaleras hasta mi casa, si es que se podía considerar algo así. Vivía en la parte superior de un cine, un desván del que nadie conocía su existencia. Me acerqué a la única ventana que iluminaba toda la estancia y, como si fuera un acto reflejo, levanté la mano sujetando el broche con los dedos. Los rayos del sol atravesaron el valioso pedrusco y, de repente, el broche se elevó por sí solo y unos colores mucho más brillantes que los del arcoíris aparecieron en el techo.
—¿Qué es todo esto? —pregunté, incrédula—. Este no es un broche normal, no puede serlo… Tal vez si se lo llevo a Mercator pueda decirme algo más. Al fin y al cabo, muchas rarezas han pasado por sus manos…
Alargué el brazo para llegar al broche y, al tocarlo, dejó de flotar y los colores se desvanecieron. Sin embargo, la piedra estaba caliente y ahora se podían apreciar unas muescas que antes no tenía.
«Nah, seguro que me lo estoy imaginando y ya las tenía de antes», pensé mientras me guardaba el broche en el bolsillo del pantalón. Me puse mi peluca de siempre para que nadie conociera el color real de mi pelo, allí todos tenían envidia de todo y si descubrieran que tenía el pelo naranja acabarían conmigo en menos de lo que canta un gallo. Al fin y al cabo, pertenecer a una familia de brujas nunca había estado bien visto. Y mucho menos teniendo en cuenta quiénes fueron mis madres.
Aparté cualquier recuerdo de tiempos pasados y caminé por las calles, mirando a mi alrededor. Por desgracia, en aquel distrito nunca podían saber cuándo encontrarías tu muerte y, por eso mismo, llevé mis manos a las caderas. Me cercioré una vez más de que las dagas están en su sitio, listas para —¡Buenos días, Pajarillo! ¿Qué te trae por aquí?
Si supiera el verdadero motivo por el que me conoce por ese mote, dejaría de llamarme así. Pero bueno, un simple mortal jamás podría darse cuenta de que mi estirpe de brujas proviene de los antiguos alados.
—Tengo una pregunta que no deja de rondarme la cabeza, y he pensado que tal vez tú supieras respondérmela…
Saqué el broche con cuidado y, cuando vi que Mercator extendía su mano, a la que le faltan dos dedos, agarré más el objeto en vez de soltarlo.
—¿Qué te ha pasado?
—Oh, nada, nada. El otro día, al limpiar una baratija se me enganchó el dedo y tuve que arrancar por lo sano… —relató Mercator mientras se acercaba más a mí—. Sin embargo, ese broche me interesa… ¿Me dejas verlo de cerca?
Negué con la cabeza y decidí irme. Escuché cómo Mercator me gritaba algo, pero mi mente ya estaba demasiado lejos como para entender sus palabras. Estaba claro que le había pasado algo y, si no quería contármelo, era porque le convenía no hacerlo. Además, su interés en el broche era demasiado repentino.
Volví de camino a casa, con más preguntas con las que salí y con una extraña sensación en el cuerpo. Algo malo estaba pasando, pero no era capaz de adivinar el qué. Subí las escaleras exteriores de emergencia del cine. Sin embargo, en cuanto vi que la puerta de mi casa estaba entornada, me quedé paralizada. Podía ser Mercator para intimidarme y así conseguir la gema, pero no tenía sentido porque podría haberlo hecho en su propia tienda. Solo quedaban dos alternativas: o alguien había descubierto que era una bruja, o la chica a la que le robé el broche me había encontrado.
—Nos volvemos a ver.
No hizo falta que me diese la vuelta dejando de mirar por la ventana. Aquella plebeya había vuelto y yo tenía muchas preguntas.
—¿Qué haces en mi casa? —preguntó la mujer.
Me di cuenta de que su pelo y vestimentas eran distintas, mas no me intimidaron aquellas dos dagas que empuñaba ante mí.
—Me llamo Marian May, Heredera de la familia May, la venerada familia Guardiana —dije con mi frente bien alta hacia esos dos ojos que me analizaban con interés—. He venido a por algo que tú me quitaste y me pertenece.
—Y si no, ¿qué? —La plebeya se posicionó con las armas frente a su rostro en señal de defensa.
Yo no me quedé atrás y llevé mi mano derecha a mi brazo izquierdo. Desde el codo hasta el dedo índice, deslicé mi mano, generando una energía que transformó todo mi brazo en una espada. Ella no se inmutó.
—¿Eres zurda? —preguntó desafiante.
—Soy ambidiestra —contesté posicionando mi brazo derecho tras mi espalda.
Las dos, en aquella sala mugrienta que parecía de todo menos una casa, comenzamos un combate bastante igualado.
—Dame el broche y no te pasará nada —dije asestando mi arma contra su hombro.
Ella apretó los dientes. Le había hecho daño, pero no era suficiente.
«Esta plebeya no sabe el poder que tiene el diamante. Tengo que arrebatárselo cuanto antes».
Los objetos de la estancia caían a nuestro paso, el choque del filo de nuestras armas se escuchaba cortando el aire.
—¡¿De verdad quieres esto?! —dijo alzando el broche. No me había dado cuenta de que lo llevaba sujeto a su brazalete y necesitaba saber que el diamante seguía dentro.
—Tú no sabes lo que hay dentro —Moví mi espada con todas mis fuerzas intentando en vano darle la estocada final.
A causa de esa acción, el broche salió volando por la sala ante nuestra mirada cansada. Nuestras frentes estaban perladas en sudor, pero nada de lo que había pasado en aquel lugar se comparaba a la batalla que se libraría a partir de ese mismo instante.
—¿Charlie?
Mi hermano se encontraba apoyado en el marco de la puerta. Ninguna nos habíamos percatado de su presencia, pero tanto ella como yo notamos algo extraño en él.
Se agachó y recogió el broche. Yo sonreí pensando que me la devolvería, pero no fue así. Su acto me dejó perpleja. Lo abrió con fuerza y extrajo el diamante que me confiaron.
—Charlie, no lo hagas —le imploré acercándome lentamente —. La maldición…
Él me miró como nunca antes lo había hecho. Sus dedos no debían haber tocado el diamante.
En el punto en el que los dedos de Charlie tocaron el diamante se originó una explosión luminosa que nos cegó a los tres. Noté cómo la plebeya se encogía sobre sí misma para proteger sus ojos del resplandor e imaginé que mi hermano debía haber hecho lo mismo.
Yo, sin embargo, no podía apartar los ojos del diamante. Si Charlie había desatado la maldición, mi labor era contenerla. Para eso me habían educado en la familia Guardiana.
El brillante resplandor se extinguió y entonces pudimos contemplar el horror que encerraba ese broche maldito. De repente, no estábamos en esa habitación cochambrosa, sino en una cueva lúgubre y oscura. El rostro de Charlie y de la ladrona revelaban el desconcierto por ese inesperado cambio de escenario, pero yo sabía la verdad: no nos habíamos movido del sitio, solo era un truco, una ilusión mental para debilitar al oponente.
En el centro de lo que parecía una caverna redonda de techo abovedado, que quedaba fuera del alcance del ojo humano, se encontraba Beyaz, la Dama de Blanco. Tras siglos encerrada en una gema, debería estar furiosa. Sin embargo, su semblante permanecía inalterable y sus ojos, de un color gris que helaba el alma, no traslucían emoción alguna.
Sin embargo, yo sabía la verdad.
Beyaz intentaría liberarse de su encierro matando a sus carceleros, matándome a mí, y luego dominaría el mundo. Otra vez.
Solo yo podría detenerla, pero necesitaba la ayuda de Charlie y de la plebeya. Sobre todo, de ella. No sabía quién era, pero no me cabía duda de que pertenecía a una familia de brujas. Ningún mortal habría podido debilitar el diamante tanto como para que el simple toque de mi hermano liberara la maldición.
Beyaz, que había permanecido inmóvil los breves segundos que había durado mi reflexión, dirigió sus fríos ojos grises hacia mí y elevó las manos. Del suelo rocoso de la irreal caverna se levantaron una decena de sombras informes, que se solidificaron en seres oscuros y sin rostro, pero sin ninguna duda armados.
—¡Contenedlos! —grité a mi hermano y a la desconocida—. Yo me encargaré de Ella.
Y como si formáramos parte de una macabra coreografía, las sombras se lanzaron contra sus oponentes mientras Beyaz y yo cruzábamos miradas fieras.
A Beyaz no se la combate con armas, eso lo sé desde pequeña, se la combate con la mente. Para eso me educaron, pero también me dejaron claro que era una lucha que consumiría todas mis energías, que podría llevarme a la muerte, incluso aunque la ganase.
Me concentré, encontré el poder de la tierra y lo canalicé a través de mi cuerpo. La onda de energía que cruzó el aire habría destrozado a un hombre adulto y fuerte, pero Beyaz apenas se inmutó. Me preparé para su contraataque, que no sería suave.
Mientras sentía la energía fluir hacia la Dama de Blanco, yo extraje parte de ella para solidificarla. Intenté construir un muro a mi alrededor que me protegiera de su ataque. Lo conseguí, pero parte de su poder escapó a mis defensas y recorrió todo mi cuerpo. Apenas pude contener las convulsiones de dolor, pero necesitaba seguir concentrada en Beyaz.
Durante lo que me pareció una eternidad, Beyaz y yo intercambiamos ataques mentales que me dejaron en un estado muy próximo a un desfallecimiento. A nuestro alrededor, había continuado la lucha de Charlie y la pelirroja contra las sombras, pero me había forzado a mí misma a sustraerme de ella. Solo yo podía detener aquello.
Tras varios ataques, defensas y contraataques, leí en los fríos ojos de Beyaz que se acercaba la ofensiva final, la que me mataría y la liberaría para siempre, dejando el mundo como su campo de juegos particular. Era el momento de pedir ayuda a la plebeya.
La busqué con la mirada intentando controlar la energía que absorbía la Dama de Blanco. Ella estaba luchando con una sombra a solo unos centímetros de mí. El resto de los engendros había desaparecido, tenía que ser muy buena.
—Necesito tu ayuda —le grité. En ese momento odié no saber su nombre, habría sido mucho más poderosa así.
Con una última estocada, se deshizo de su sombra y se volvió hacia mí, el desconcierto en el rostro.
—¿Mi ayuda? —preguntó—. ¿Qué ayuda?
—Sé lo que eres —me limité a contestar, no había tiempo para más explicaciones. Sentía cada vez más cerca el ataque de Beyaz—. Limítate a darme la mano, ayúdame a canalizar la energía. Solo así acabaremos con ella.
Ella pareció dudar un segundo, pero debió darse cuenta de la gravedad del asunto y de la verdad de mis palabras. Se acercó a mí y cogió mi mano.
—Concéntrate.
No podíamos esperar el ataque, debíamos atacar nosotras, así que me concentré yo también. Extraje más poder del que había canalizado nunca. De no haber sido por esa desconocida, me habría consumido sin remedio.
Acumulé toda esa energía en un solo punto, a medio camino entre Beyaz y nosotras. La concentración de poder era tal que se hizo visible en forma de un pequeño punto de luz que crecía cada vez más.
Me permití por una fracción de segundo mirar a Beyaz y pude ver cierto miedo en sus ojos. Era buena señal.
Arranqué de la piedra todavía más poder. Sentí cómo la plebeya me apretaba la mano por el dolor que estaba empezando a sentir. El punto de luz creció hasta alcanzar el tamaño de una bala de cañón. Y entonces lo lancé.
Antes de poder darme cuenta, volvíamos a estar en la habitación mugrosa. Yo vi negro y caí al suelo. Ya no sentí nada más.
Marian May había caído inconsciente. El asombró por ver a su hermano detrás de ellas, activó los reflejos de la joven plebeya justo a tiempo para escapar del golpe que pretendía dirigirle.
—¿Intentas matar a tu hermana? —preguntó sorprendida Lady Alción, agachándose para comprobar que Marian seguía con vida y para recoger la gema.
—¿Intentar? Yo no fallo. Aunque tú, maldita estúpida, le has dado el poder suficiente para acabar con Beyaz y eso destroza mi plan inicial.
—No sé qué pretendes hacer. Se supone que sois los protectores del reino.
—Precisamente por eso hago todo esto. Este reino está en decadencia, la gente sin valores, como tú, vaga por las calles, lleva sus negocios entre las sombras, matan, roban con total impunidad. Eso debe acabar.
—No sabes nada. Intentamos sobrevivir con lo poco que nos dejáis tras vuestras fiestas y vuestros impuestos. Sois vosotros los verdaderos ladrones de este reino, aunque tu hermana no es cómo tú.
—No, mi hermana no es como yo. Mi hermana cree en las segundas oportunidades. Yo, en cambio, en que si quieres que un problema desaparezca debes acabar con la causa.
Esas palabras trajeron a la mente de Lady Alción antiguos recuerdos. Volvieron los días en los que las suyas fueron erradicadas como si no valiesen nada. Ya solo quedaba ella de la gran estirpe de brujas, solo ella del linaje de los alados. La magia había desaparecido del mundo. O al menos, eso había pensado hasta aquel día.
Instintivamente, apretó la gema en su mano y esta comenzó a calentarse a la vez que su cuerpo se transformaba. Charlie se paralizó ante la imagen de aquella joven plebeya convirtiéndose en una mujer fénix. Era como ver las leyendas de los antiguos alados cobrando vida frente a él y sintió miedo por primera vez en su existencia.
Lady Alción alzó el vuelo liberando pequeñas llamas con su cuerpo que hicieron despertar a Marian de su letargo, a la vez que creaba pequeños incendios alrededor de los hermanos.
—¿Qué está pasando? —preguntó incorporándose, con la vista puesta en Charlie.
—Hermana, la plebeya es un monstruo, seguramente aliada de Beyaz. Debemos acabar con ella, ¡pero tiene la gema!
—¡Deja de mentir! —gritó Lady Alción batiendo las alas y creando un remolino frente al joven que le hizo caer de espaldas contra el suelo—. Lady May, me has mirado a los ojos, has confiado en mí y me has reconocido. Sabes que no soy tu enemiga, pero tienes que decidir entre tu sangre y la seguridad de tu pueblo.
—¡Hermano! ¿Qué has hecho? —Las lágrimas de Marian brotaban sin control. Durante años había hecho la vista gorda por el amor que sentía por su hermano, pero siempre había temido que él estuviese buscando los poderes oscuros para ser el sucesor de su familia e implantar un gobierno de terror.
—Siempre lo has sabido ¿verdad, hermanita? —El gesto de Charlie cambió tras ver que su hermana no caería más en sus engaños. Esa maldita plebeya lo había destrozado todo.
—Me lo temía, sí, pero siempre pensé que tu amor hacía mi era igual que el que yo sentía por ti. Fui una ingenua. —Marian tocó su anillo. No quería hacer daño a su hermano, pero tampoco tenía claro hasta dónde podría llegar, ya no le conocía—. Eras un niño tan dulce, podíamos haber gobernado juntos.
—¿Juntos? Tú siempre tendrías la última palabra y yo quiero limpiar el mundo, no dar segundas oportunidades a ratas, como hiciste tú con esta plebeya —Charlie se había puesto de pie y sacó un artefacto de su bolsillo. Tenía un brillo similar al del anillo de Marian, por lo que la joven tuvo claro que la única opción final sería luchar.
— Has corrompido todas las enseñanzas de nuestra madre. Has intentado traer al mundo un reinado sin libertad, has querido liberar a Beyaz…
—Y ha intentado matarte —interrumpió Lady Alción, haciendo que Marian abriese los ojos mucho más y sus lágrimas volviesen a brotar.
—¿Tan poco valgo para ti?
—Lo único que vale algo es el poder. ¿Cuándo lo vas a entender? —De repente el artefacto que Charlie tenía en la mano brilló con fuerza y emitió una rayo de luz hacia Marian. Lady Alción bajó en picado y se interpuso en la trayectoria, parando el golpe con su pecho, sacrificándose por aquella joven que una vez se arriesgó por ella.
—¿Qué has hecho? —preguntó Marian llorando abrazada al cuerpo inmóvil de la joven plebeya—. No puedes desaparecer de este mundo, era la última alada, ¡eres la mujer a la que amo!
De repente, el cuerpo de Lady Alción comenzó a brillar y Marian se alejó de ella. Conocía las antiguas leyendas y si todo era cierto debía ponerse a salvo. Con la magia recogida del anillo, creó una cúpula de protección justo a tiempo, pero su hermano, agotado tras usar el objeto mágico, quedó a merced del estallido final del cuerpo de la joven alada, convirtiéndose en cenizas al igual que Lady Alción.
Marian fue testigo de todo dentro de su cúpula mágica, donde un grito desgarrador lo inundó todo. Había perdido a su hermano y a esa extraña joven que había abierto un mundo nuevo para ella. No podía respirar, pero sabía que debía recomponerse rápido.
Cuando vio que el peligro había cesado se dirigió hacía ambos cuerpos. El de Charlie se desintegró y perdió la forma humana en segundos, pero la esperanza anidaba en ella y fue hacía Lady Alción esperando que ese no fuese su final. No quería perderla a ella también, aunque la había visto arder, deseaba tanto que las leyendas fueran fiables en ese momento…
—Señorita May, me debe un baile ¿recuerda? —preguntó una voz saliendo de las cenizas. Todo lo que había estudiado sobre los alados era cierto, y Lady Alción estaba viva y resurgía de sus propias cenizas, calentando de nuevo el corazón de la joven Marian.
—Y se lo concederé con gusto. Aunque esta vez no hará falta que se cuele en la fiesta, pues será la invitada de honor.
Al ponerse en pie ambas jóvenes se miraron a los ojos. No hacía falta decir nada más, las palabras sobraban en aquel momento en que eran conscientes de que se habían encontrado y sus almas se reconocían. El mundo desaparecía a su alrededor mientras se acercaban cada vez más, en aquel momento en el que nada de lo pasado o de lo que estaba por llegar era importante.
Marian se acercó a la Lady Alción, invitándola a dar el paso que más deseaba, a unirse a ella. La conciencia de que el mundo no aceptaría aquello y sabedora de todo lo que los May podían perder si se dejaba llevar hico que diera un paso atrás y acarició la cara de Marian, obligándola a abrir los ojos y volver a la realidad.
—Mi señora, debemos volver —susurró sabiendo que la estaba partiendo el corazón.
—Como desees —consiguió decir Marian, confusa.
—Como debemos, no como deseo.
Al salir de aquel lugar, volvieron a su mundo, a ese en el que había tanto que cambiar. Aunque ahora estaban juntas y sabían lo que debían hacer. Aún había esperanza y podrían volver a los días de luz si conseguían que los Primados y la Madre Guardiana dieran el lugar que se merecía a la magia que les había salvado aquel día y que formaba parte de ellas.
Nada más alejarse del lugar, dentro de aquella mugrosa habitación una niebla aparecida de la nada comenzaba de nuevo a tomar forma. Beyaz no era una enemiga cualquiera y tal vez haberla infravalorado sería su perdición. Sobre todo, ahora que la gema olvidada entre las cenizas estaba ahora en su poder.
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