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miércoles, 29 de diciembre de 2021

Presentación de Legado (I)

¡Buenos días! Ayer, 31/12/2021, por fin salió Legado a la venta. Es una Antología Benéfica en la que todos los beneficios van destinados a la asociación Grandes Amigos, que lucha contra la soledad de las personas mayores.

A continuación os pondré los primeros 15 aesthetic de todos los relatos, microrrelatos y poemas que componen la antología, en orden:


Autores de Legado


Gruja Güena, por Ana Escudero Portal




















Recuerdos de madrugada, por Jesús Durán Durán





Una noche al año (aquí y aquí), por L. Green y Anna G. Morgana













Próximas secciones

 ¡Hola, amores!

En los próximos días iré abriendo nuevas secciones en el blog, que llenaré con un montón de cosas bonitas.

Este año he participado en Inventízate de Literup. Colgaré los relatos cada mes y los comentaré con cuchillo en los dientes. Después de cada análisis, reescribiré el relato en base a la revisión.

La publicación de Legado es algo muy importante para mí, así que tendrá su propia sección.

También colgaré microrrelatos que he publicado en mi twitter (@shapirowilks)

Además, explicaré lo que hay detrás de cada relato de cada sección. Podréis ver el origen de cada uno, motivaciones, razones para escribirlo de una forma o de otra... Todo en la sección Análisis.

Algunos de mis relatos los he grabado en audio. Los colgaré en iVoox y los pondré aquí también en audiorrelatos. He creado el programa «La tapa del baúl» también para tenerlos juntos y quien quiera pueda seguirme también allí.

Finalmente, iré adelantando contenidos mi novela en curso «Un mundo oscuro» en una sección específica del blog.

Os veo cuando levantéis La tapa del baúl.



Abogados y contables

(Publicado por Aullidos en la Antología Terrorífica Navidad)


La mujer vestida de azul camina por un camino empedrado entre varios montículos de nieve. Se acerca a una puerta gruesa, de madera oscura, que parece encajada en la pared de la casa. Con un chirrido, se abre hacia afuera mientras se escapa, desbocada, una ola de calor que invita a traspasar el umbral. La música lucha con el olor a alegría por cruzar la puerta. La mujer sonríe, entra, deja el abrigo sobre un montón de otras chaquetas y cierra el portón.

Recorre un largo y alfombrado pasillo hasta llegar a una sala. Hombres y mujeres se giran al llegar ella y se acercan a recibirla.

—¡Qué bien que hayas podido venir, mi querida Rosa! Esto no sería lo mismo sin ti —dice una mujer con un vestido rojo, mientras le aprieta el brazo.

—Muchas gracias por invitarme, Obdulia.

—¡No hay de qué! Sabes que te apreciamos.

—Has sido muy amable conmigo en la oficina desde que me incorporé y pasar la Navidad sola en casa, en una ciudad nueva, es un poco triste —dice Rosa. Se rasca el brazo mientras mira al resto, que han vuelto a sus charlas.

—¿Cómo no quererte? También ha venido Lisa hace un rato. Ahora está ocupada, pero saldrá para el primer plato.

—¿Lisa? Pero ella es de contabilidad, como yo.

—¿Acaso los abogados solo podemos relacionarnos entre nosotros? —Obdulia se ríe con una boca llena de dientes y unos ojos chispeantes.

De pronto, un grito resuena por la casa. Rosa se gira hacia una puerta cerrada al fondo de la habitación.

—¿Qué ha sido eso?

—Los niños están enseñándole a Lisa su nuevo sistema de sonido, ¡es espectacular!

—¡Menos mal! Sonaba escalofriante —dice Rosa, con un suspiro.

—Por cierto, querida, ¿seguiste mi consejo? ¿Estás tomando la dieta antitoxinas que te recomendé?

—¡Claro! Me está gustando mucho. ¿De qué conoces a Lisa?

—Mi marido estuvo hablando con ella hace unos días y la vio simpática y sana. Una gran chica, también le recomendé la dieta.

Varias personas preparan una mesa con platos grandes y cubiertos afilados que reflejan la luz de la enorme araña de cristal. En el centro, un trinche y un cuchillo de trinchar enormes escoltan una bandeja decorada con cerezas.

—Parece que ya es la hora de cenar. Ven, siéntate conmigo —propone Obdulia, mientras se aproximan a la mesa.

—¿Y Lisa? Creo que ya han llegado los niños… —pregunta Rosa. Mira en todas direcciones y se sienta cuando es la única que queda en pie.

—Lisa es una gran persona, ¿sabes que es donante de órganos? Tiene un corazón que no le cabe en el pecho.

En ese momento aparece el cocinero con un costillar. Lo deposita sobre la bandeja y empieza a repartir trozos entre los comensales.

—¿Te gusta, querida? —pregunta Obdulia entre bocado y bocado.

—¡Está riquísimo! Jamás había probado algo así —dice Rosa.

—Me alegro de que lo disfrutes. Mira, ahí vienen los críos, ¡les encantan esos altavoces! Te llevarán ahora junto a Lisa.

—¿Ahora?

—No te preocupes, querida, llegarás justo para el segundo plato.



martes, 28 de diciembre de 2021

9 de cada 10 veces

 Este relato está publicado en un momento en mi Twitter.

Aquí os dejo el enlace para que lo podáis seguir:

9 de cada 10 veces







Un gato de peluche

(Ese relato participa en la convocatoria de Zenda Libros de #cuentosdeNavidad)


Elisa era una niña feliz. Tenía una sonrisa que atrapaba el alma y una mirada verde que chispeaba con el reflejo de su alegría. La mañana antes de Navidad, su nombre relucía con letras de oro en la lista de los niños buenos, como el de tantos otros. Esperaba con ilusión un gato de peluche azul, con unos ojos enormes de color arcoíris.

Cuando Papá Noel terminó de dar de comer a sus renos, el nombre de la niña había desaparecido. Ocupado con los preparativos del día más importante del año, no se dio cuenta hasta la noche, en el último repaso del pergamino. Se le cayó al suelo del susto, ¿qué había podido pasar? Aquello sucedía cuando perdían la ilusión, ¡pero ella solo tenía cinco años!

Aunque le quedaba muy poco tiempo, corrió al pozo neblinoso para visualizarla. Estaba en su cuarto, sobre la cama. Tenía la espalda apoyada en la pared y las piernas encogidas, mientras se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Sus ojos eran ahora dos botones negros sin emoción. Su boca, una hendidura en una cara que acababa de descubrir un mundo que no se correspondía con su edad.

Papá Noel lloró con amargura como no lo había hecho en muchos, muchos siglos. Verla destrozada, sin esperanza, tan pequeña, le retorcía el alma, y un puño de impotencia apretaba su garganta con fuerza. Tenía que salir a entregar los regalos, no podía dejar abandonados a millones de niños. Sin embargo, su tristeza era tan grande que fue dejando una parte de su dolor en cada casa, copos de nieve que tardaron todo el día en derretirse. Aquella fue una Navidad melancólica en todo el mundo.

A lo largo de los años la observó, tratando de averiguar lo que había sucedido aquel día. Veía cómo crecía y la vida seguía como si ella no estuviera allí. Era un mundo de colores chillones que corría cada vez más alrededor de una niña en blanco y negro, de una adolescente apática, de una joven solitaria. A su alrededor, el dolor era una coraza impenetrable.

Cuando Papá Noel descubrió la verdad destrozó su casa a golpes, dominado por la ira. Los elfos se escondieron en lo más profundo de los talleres, aterrorizados. Lámparas, mesas, ventanas, todo arrasado por una furia desesperada e impotente, gritos de rabia como no se habían oído jamás. ¿Eso le habían hecho a una cría de cinco años? Acabó con los ojos rojos por el dolor y los brazos llenos de arañazos. 

Un día, Elisa se acercó a un caballo en las fiestas de su pueblo. Lo acarició, habló con él y le rascó detrás de las orejas. Una sonrisa resquebrajó la máscara de soledad y abrió de nuevo el camino de la esperanza hacia su alma. Papá Noel lloró de alegría y celebró una fiesta con los elfos como no había hecho en décadas. Por fin había acabado. Elisa se abrió y sus padres compraron un caballo que ella llamó Libertad. Lo guardaban en el establo de su finca para que ella lo visitara cada vez que iba a verlos. Paseaban, hablaban y jugaban, y Elisa volvió a reír a carcajadas. Todos pensaron que la oscuridad había terminado.

Hasta hacía dos días. Su madre le dijo que el tío Alberto iría a casa por Navidad. Veinte años desde la última vez que se habían visto. Elisa colgó el teléfono temblando mientras Papá Noel abría y cerraba los puños. Ese sinvergüenza que había hecho… aquello… a una niña de cinco años, ¿iba a volver? ¿A estar en la misma habitación que ella? Cada uno en su hogar, los dos tenían el corazón acelerado y el miedo resbalaba por sus mejillas. «Otra vez no, ¡otra vez no!» pensaron los dos. «¿Qué puedo hacer?» se preguntó ella, mientras sus piernas se movían sin control bajo la mesa. Su mirada se deslizó sobre los catálogos de equitación y el aire que se colaba por la ventana jugueteó con las hojas de la revista hasta que se detuvo en la ilustración de una herradura.

Al día siguiente, en casa de sus padres, pidió a su tío Alberto que fuera con ella al establo para enseñarle su caballo. Allí, junto al animal, ella acarició al equino y le susurró palabras tranquilizadoras. En un momento en que miraba para otro lado, Elisa se agachó y cogió un bate que había escondido aquella misma tarde. Lo agarró con fuerza y golpeó la cabeza del monstruo que la perseguía en sus pesadillas. Él cayó al suelo, inconsciente. Lo arrastró junto al caballo y puso su cabeza encima de un saliente. Entonces, colocó una herradura de Libertad en el lugar que había golpeado antes. Tomó de nuevo el bate y lo estampó con todas sus fuerzas contra la herradura. El cráneo reventó con un crujido y la maldad se derramó por el suelo. Elisa se alejó hacia su casa, sin mirar atrás. Un terrible accidente había sucedido en el establo, dijo a sus padres.

Más tarde, cuando la policía revisaba la escena, un bate con manchas de sangre aguardaba en una esquina a ser descubierto, olvidado. En un momento en que no había nadie mirando, sopló una ráfaga de viento cálido que lo hizo rodar, salió del establo y resbaló hasta el arroyo. Y de allí, al infinito.

Papá Noel lloró. Por ella, por su dolor, porque ningún niño debería sufrir lo que ella había sufrido. Y por él, porque su alma había quedado manchada al tomar partido en el mundo con su aliento.  Ahora sabía que, por ella, volvería a hacerlo, y eso lo asustaba.

Cuando Elisa llegó a su casa la noche siguiente, encontró el peluche de un gato azul, con los ojos arcoíris, sobre su almohada. Se sentó en la cama, lo abrazó como no había hecho jamás con nadie y derramó su oscuridad hasta dejar el pozo vacío. 

Entonces, sus ojos volvieron a ser verdes y volvió a sonreír.


Hambre

(Publicado por Droids and Druids en el número 2 de su revista. Aquí tenéis el enlace al audiolibro.

Este relato también participa en los Premios Droide y Druida 2022. Puedes votar por el relato hasta el 16 de enero en este formulario)


Hambre. Un hambre infinita, necesidad. No existía otra cosa en el mundo salvo el hambre. Trató de expandirse pero era pequeño, muy pequeño. Casi no podía moverse pero se retorcía de hambre. Tras una espera infinita (pues cuando no hay noción del paso del tiempo, cualquier espera es infinita) notó algo. Una sensación diferente, distinta del hambre. Sintió cercanía. Proximidad. Y hambre.

Volvió a extenderse al máximo y desplegó unos apéndices que no sabía que tenía. Casi rozaba esa cosa pero no llegaba… Aún sin saber lo que estaba haciendo, se desplazó haciendo uso de los miembros que no estaban cerca de «la cosa» hasta que consiguió tocarla. En ese momento una delgada lengua se desplegó y rodeó despacio el extremo de aquello. Una pequeña descarga le recorrió y por primera vez sintió una saciedad temporal placentera.

Más grande. No era aún consciente de sí mismo, pero sí podía apreciar un cambio en su cuerpo. Había crecido, habían aumentado sus apéndices y tenía más sensaciones. Había «no hambre» y «no cerca» y algo más. No sabía qué era, así que no se preocupó demasiado.

De nuevo esa molesta sensación de que le faltaban nutrientes. Su sentido de «no cerca» detectó que había múltiples objetos a su alrededor y extendió todas sus extremidades al máximo para poder atraparlos.


 David apagó la televisión. Se le había hecho un poco tarde, cierto, pero no era culpa suya. ¿Quién ponía los horarios de las películas? Debía de ser un sádico. Casi las dos de la mañana y al día siguiente tenía que ir a una reunión importante. Se desperezó y fue hacia su cuarto. Tampoco es que tuviera mucho camino que andar en su piso de cuarenta metros, las habitaciones en realidad eran un salón grande partido con pladur. No había espacio para muchas cosas y no solía llevar gente allí. Antes de meterse en la cama echó un vistazo a la cocina. No había tirado la basura y una pequeña colina de platos sucios ocupaba el poco espacio disponible alrededor de la pila. No se iba a poner ahora a lavar eso, ya lo haría al día siguiente.

Mientras se metía en la cama se sacudió los pies de algunas pelusas que se le habían pegado. ¡Por dios, si solo hacía dos semanas que había barrido el piso! ¿Ya estaba otra vez sucio? Una hora entera que estuvo limpiando para nada, por lo visto. Había dejado el piso como los chorros del oro, salvo el váter, que le daba mucho asco. Y la ropa, que lavaba de vez en cuando pero no sabía planchar. Y un par de sartenes, que tenían cosas pegadas y después de tanto trabajo no tenía ánimos para rascar. Y… Bueno, igual no la había dejado tan limpia después de todo, pero al menos algo mejor estaba. Y había quitado esa cosa pegajosa del suelo que tanto le había molestado ver al pasar durante las últimas semanas.

Se arropó y se durmió casi al momento, pensando en la reunión del día siguiente. Esa sería su gran oportunidad, así podría ascender y salir de ese estercolero. Sí, sería un gran día.


Había crecido y alimentarse ya no era tan difícil. Tenía cientos de tentáculos que podía mover en cualquier dirección y atrapar cualquier elemento nutritivo que hubiese cerca. Pero en ese momento no se movía, aun sintiendo el aguijoneo del hambre. Por fin había podido identificar la nueva sensación: la «no luz». Era extraño, sentía una especie de calidez que acabó por convertirse en una luz arrolladora que lo cegaba, no podía moverse, sus apéndices se retorcían de dolor y… y, entonces, se percató de que era capaz de cambiar la forma en la que percibía esa «luz» en las antenas que recubrían todo su cuerpo. No volvió a la «no luz» completa, sino que pudo sentir elementos más oscuros y claros. Le costó al menos dos ciclos de hambre darse cuenta de que los elementos oscuros en realidad eran nutrientes que se ponían delante de la luz.

Siguió haciéndose más grande cuanto más se alimentaba. La sensación de hambre nunca desaparecía del todo aunque… ¿QUÉ ES ESO? ¿QUÉ ERA AQUELLO QUE TENÍA JUNTO A UNO DE SUS MIEMBROS? ¿POR QUÉ ESE NUTRIENTE SE MOVÍA?

Tocó con cuidado lo que tenía delante. Era un nutriente, estaba claro, todo eran nutrientes. El mundo estaba hecho para alimentarlo. Era una verdad que ni se planteaba. Él comía, el mundo lo alimentaba. Cuando lo bastante grande, se comería al mundo, fuera lo que fuese eso, y el hambre por fin acabaría. Pero esto… Esto era diferente. Se movía despacio, tanteando el ambiente. Lo asimiló rápido y por fin el hambre se sació. Volvería, pero ahora había una tranquilidad diferente. Una corriente de energía lo recorrió desde el primer apéndice hasta el último y se sintió poderoso por un momento.

¿Momento? ¿Eso qué era?  Notó… Notó que la espera ya no era infinita. Algo crucial había sucedido al alimentarse de ese último nutriente. ¿Era especial? No lo sabía, pero por fin era consciente del tiempo y eso… Oh, eso le gustaba.

 


El portazo resonó en el pasillo del edificio y estuvo a punto de tirar al suelo un plafón del descascarillado techo. Se levantó una nube de polvo en el descansillo mientras David, al otro lado de la puerta, apoyaba la espalda contra esta y trataba de respirar despacio. La adrenalina todavía le recorría el cuerpo y estaba furioso. ¿Cómo se había atrevido? El muy hipócrita… Le temblaban las manos y cerró la derecha en un puño que golpeó contra la pared. No se hizo mucho daño y dejó la marca pero no fue consciente de ello. Aún no podía entender cómo se había ido todo al garete tan rápido.

—¿Mi imagen? ¿Que no cuido mi imagen? Pero, ¿cómo se le ocurre a ese perro sarnoso? ¡Voy con mi mejor traje y he estado arreglándome como nunca! —los gritos resonaban por el piso sin cortinas, era seguro que el vecino de al lado estaba escuchando, pero no podía contenerse—. ¡No puedo permitirme ir a la peluquería todos los meses como esos pijos! ¿Es que no lo entienden? ¡Joder!

Mientras vociferaba empezó a rascar de forma inconsciente una costra que tenía en el cuello. Ni en sus peores pesadillas podía haber adivinado la dirección que tomaría la reunión con su jefe. En su imaginación se había visto dirigiendo el departamento, con gente a su cargo, como correspondía a su antigüedad, con otra casa y no ese cuchitril… ¡Y lo había humillado de principio a fin! Seguro que después había ido a reírse de él con el resto, esa panda de malnacidos… Avanzó a trompicones hacia la cocina, abrió un armario, cogió un paquete de magdalenas y se fue al dormitorio, a devorarlas sobre la cama. Se quedó dormido vestido, abrazado al paquete y rodeado de papeles y plásticos llenos de migas, encima, debajo y por el suelo.



Habían transcurrido diez ciclos de hambre. Pero la espera no era infinita y podía… tratar de agarrar los nutrientes que correteaban a su alrededor. Sigiloso, amplió sus tentáculos y esperó hasta que acabaron cayendo todos y no escapó ningún nutriente del lazo mortal que había preparado. Oh, el hambre estaba contento, este ciclo sería más largo. Había… ¿Planeado? ¿Podía planear? Ahora ya no solo había momento. Había «antes», cuando era pequeño, y habría «después» cuando volviera a tener hambre. Pronto tendría que salir a explorar el territorio, ocupaba casi todo el espacio disponible de la «no luz» en la que estaba. ¿Qué nutrientes habría? Le temblaron los tentáculos al darse cuenta de que habría infinitos nutrientes esperándolo ahí fuera. Todo un mundo que devorar.



David se levantó con dolor de espalda y de cabeza, con un papel de magdalena pegado a la cara. Fue al baño, encendió la luz y se miró al espejo. Y se vio. Era un fracasado, un don nadie que vivía como un cerdo. Tenía que acabar con aquel círculo vicioso, como fuera. Cogió el móvil y, mientras se comía la última magdalena y esparcía el resto de las migas por el suelo, llamó a su madre. Por suerte no tuvo que suplicar nada, ella estaría encantada de ir al día siguiente a su piso, ayudarle a recoger y acogerle en su casa el tiempo que hiciera falta. ¿Lo iba a dejar muy sucio? ¿El qué? El piso. Ah, pues… Sí, un poco. No había problema, ella llevaría todo lo necesario para hacer una limpieza a fondo para que no perdiera la fianza. Besos.

Cuando colgó se sintió tranquilo por primera vez en mucho tiempo. Al menos tenía un lugar al que ir. No era su casa, pero con su madre siempre había hecho lo que había querido así que, al fin y al cabo, era casi como estar en un hotel, pero sin pagar. Por fin las cosas iban a mejorar. Saldría de aquel sitio y encontraría un trabajo decente. Mientras pensaba esto se dio cuenta de que, en realidad, aún quedaba una magdalena que se había deslizado por la colcha y había rodado hasta quedar debajo de la cama. No podía dejar a la pobre allí, sin sus amigas. Se sentiría sola. Mejor que las acompañara en su barriga.

Se acercó y se arrodilló. No llegaba a cogerla así que acabó por estirar el brazo todo lo que podía para intentar agarrarla. Rozó el plástico con la punta de los dedos. Un poco más allá… Eso. Ahí estaba. ¿O no? Sintió un roce leve en el dedo meñique, unas cosquillas. Lo encogió y lo volvió a estirar y sintió las cosquillas de nuevo pero en la palma de la mano. La movió buscando la magdalena y la agarró para sacarla de allí pero notó cierta resistencia, como si se hubiera quedado pegada a algo. Tiró más fuerte y entones lo oyó. Entre las cosquillas de los dedos y sus esfuerzos, un sonido extraño, lejano primero, más cerca cada vez. Un ruido de arrastre, más fuerte, más próximo hasta que de pronto el sonido se detuvo. Un instante. Luego sintió algo húmedo en la mano.



—¡Ya estoy aquí, cariño! ¿Te parece si empiezo a limpiar? ¿Me oyes? Debe de haber salido. Bueno, vamos a empezar, que seguro que vendrá en un rato. A ver, la… ¡Dios Santo! ¡La Virgen, María y José! ¿Pero qué es esto? ¿Cómo puede estar así la cocina? Esto… Y, ¿el salón? ¡Ay, Dios que me da algo! ¡Este hijo mío es un cerdo! ¡Y todo por culpa de su padre, que no limpió un cubierto en su vida! A ver, vamos a ver el cuarto. Digo yo que, al menos, el sitio en el que duerme estará… ¡Válgame, Dios! ¿Pero cómo puede haber tantísima porquería? Ahora mismo vamos a aspirar, no aguanto ni un minuto más con esto aquí. Tanta porquería y tanta tontería. Y mira, debajo de la cama… ¡Jamás había visto algo así! ¡Parece el país de las pelusas! Si es que se lo tengo dicho, algún día las pelusas te van a comer…