(Ese relato participa en la convocatoria de Zenda Libros de #cuentosdeNavidad)
Elisa era una niña feliz. Tenía una sonrisa que atrapaba el alma y una mirada verde que chispeaba con el reflejo de su alegría. La mañana antes de Navidad, su nombre relucía con letras de oro en la lista de los niños buenos, como el de tantos otros. Esperaba con ilusión un gato de peluche azul, con unos ojos enormes de color arcoíris.
Cuando Papá Noel terminó de dar de comer a sus renos, el nombre de la niña había desaparecido. Ocupado con los preparativos del día más importante del año, no se dio cuenta hasta la noche, en el último repaso del pergamino. Se le cayó al suelo del susto, ¿qué había podido pasar? Aquello sucedía cuando perdían la ilusión, ¡pero ella solo tenía cinco años!
Aunque le quedaba muy poco tiempo, corrió al pozo neblinoso para visualizarla. Estaba en su cuarto, sobre la cama. Tenía la espalda apoyada en la pared y las piernas encogidas, mientras se balanceaba hacia adelante y hacia atrás. Sus ojos eran ahora dos botones negros sin emoción. Su boca, una hendidura en una cara que acababa de descubrir un mundo que no se correspondía con su edad.
Papá Noel lloró con amargura como no lo había hecho en muchos, muchos siglos. Verla destrozada, sin esperanza, tan pequeña, le retorcía el alma, y un puño de impotencia apretaba su garganta con fuerza. Tenía que salir a entregar los regalos, no podía dejar abandonados a millones de niños. Sin embargo, su tristeza era tan grande que fue dejando una parte de su dolor en cada casa, copos de nieve que tardaron todo el día en derretirse. Aquella fue una Navidad melancólica en todo el mundo.
A lo largo de los años la observó, tratando de averiguar lo que había sucedido aquel día. Veía cómo crecía y la vida seguía como si ella no estuviera allí. Era un mundo de colores chillones que corría cada vez más alrededor de una niña en blanco y negro, de una adolescente apática, de una joven solitaria. A su alrededor, el dolor era una coraza impenetrable.
Cuando Papá Noel descubrió la verdad destrozó su casa a golpes, dominado por la ira. Los elfos se escondieron en lo más profundo de los talleres, aterrorizados. Lámparas, mesas, ventanas, todo arrasado por una furia desesperada e impotente, gritos de rabia como no se habían oído jamás. ¿Eso le habían hecho a una cría de cinco años? Acabó con los ojos rojos por el dolor y los brazos llenos de arañazos.
Un día, Elisa se acercó a un caballo en las fiestas de su pueblo. Lo acarició, habló con él y le rascó detrás de las orejas. Una sonrisa resquebrajó la máscara de soledad y abrió de nuevo el camino de la esperanza hacia su alma. Papá Noel lloró de alegría y celebró una fiesta con los elfos como no había hecho en décadas. Por fin había acabado. Elisa se abrió y sus padres compraron un caballo que ella llamó Libertad. Lo guardaban en el establo de su finca para que ella lo visitara cada vez que iba a verlos. Paseaban, hablaban y jugaban, y Elisa volvió a reír a carcajadas. Todos pensaron que la oscuridad había terminado.
Hasta hacía dos días. Su madre le dijo que el tío Alberto iría a casa por Navidad. Veinte años desde la última vez que se habían visto. Elisa colgó el teléfono temblando mientras Papá Noel abría y cerraba los puños. Ese sinvergüenza que había hecho… aquello… a una niña de cinco años, ¿iba a volver? ¿A estar en la misma habitación que ella? Cada uno en su hogar, los dos tenían el corazón acelerado y el miedo resbalaba por sus mejillas. «Otra vez no, ¡otra vez no!» pensaron los dos. «¿Qué puedo hacer?» se preguntó ella, mientras sus piernas se movían sin control bajo la mesa. Su mirada se deslizó sobre los catálogos de equitación y el aire que se colaba por la ventana jugueteó con las hojas de la revista hasta que se detuvo en la ilustración de una herradura.
Al día siguiente, en casa de sus padres, pidió a su tío Alberto que fuera con ella al establo para enseñarle su caballo. Allí, junto al animal, ella acarició al equino y le susurró palabras tranquilizadoras. En un momento en que miraba para otro lado, Elisa se agachó y cogió un bate que había escondido aquella misma tarde. Lo agarró con fuerza y golpeó la cabeza del monstruo que la perseguía en sus pesadillas. Él cayó al suelo, inconsciente. Lo arrastró junto al caballo y puso su cabeza encima de un saliente. Entonces, colocó una herradura de Libertad en el lugar que había golpeado antes. Tomó de nuevo el bate y lo estampó con todas sus fuerzas contra la herradura. El cráneo reventó con un crujido y la maldad se derramó por el suelo. Elisa se alejó hacia su casa, sin mirar atrás. Un terrible accidente había sucedido en el establo, dijo a sus padres.
Más tarde, cuando la policía revisaba la escena, un bate con manchas de sangre aguardaba en una esquina a ser descubierto, olvidado. En un momento en que no había nadie mirando, sopló una ráfaga de viento cálido que lo hizo rodar, salió del establo y resbaló hasta el arroyo. Y de allí, al infinito.
Papá Noel lloró. Por ella, por su dolor, porque ningún niño debería sufrir lo que ella había sufrido. Y por él, porque su alma había quedado manchada al tomar partido en el mundo con su aliento. Ahora sabía que, por ella, volvería a hacerlo, y eso lo asustaba.
Cuando Elisa llegó a su casa la noche siguiente, encontró el peluche de un gato azul, con los ojos arcoíris, sobre su almohada. Se sentó en la cama, lo abrazó como no había hecho jamás con nadie y derramó su oscuridad hasta dejar el pozo vacío.
Entonces, sus ojos volvieron a ser verdes y volvió a sonreír.
Sin palabras. Mario, me dejaste sin palabras.
ResponderEliminarMagnífico
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